26 de diciembre, 2019

 

 

 

Martín Bruggendieck
filósofo y escritor.


La razón nos ha hecho construir un sistema político-económico racional que creíamos perfecto. Pero bajo esa perfección latía la frustración, la falta de fe en algo superior. La razón inspira una soberbia casi paranoica, sus razones no permitieron apreciar el volcán que respiraba bajo nuestros pies. Ahora despertamos y nos damos cuenta de que engendramos monstruos, monstruos instrumentalizados por afanes políticos perversos, que en estos momentos buscan salvar algo de su naufragio histórico, proponiendo, muy razonablemente, un “nuevo orden político”.


Los sueños de la razón engendran monstruos (Francisco de Goya).

Parece de por sí riesgoso escribir y hablar de la tragedia que nos mantiene en vilo –para no decir algo más fuerte- cuando el volumen de libros, ensayos, crónicas, comentarios y columnas periodísticas de la más diversa raigambre parece haberlo agotado todo. Desde el 18/10 a estas fechas la mayoría de los comentaristas han hurgado en el cajón de lo inexplicable, de las causalidades y también, con poco éxito, en aquél de una mal asimilada historiografía. En conjunto con los innumerables diagnósticos y análisis sociológicos y filosóficos, académicos y políticos, muchos notables, sin importar tanto su fuente ideológica, todos respetables y atendibles, se han avanzado ideas valiosas e incluso extraordinariamente importantes de parte de personalidades cuya presencia y capacidades debieran ser atendidas. Rescato en esta ocasión, por ejemplo, las claras y pragmáticas ideas de la directora ejecutiva del Observatorio Fiscal, Jeannette von Wolfersdorff (El Mercurio, 24/11/2019), quien lejos del derrotismo y del desconcierto, colocó en primer plano su proactividad y un nivel intelectual sobresaliente. También debo destacar el extraordinario ensayo del Prof. Ian Henríquez (U. Finis Terrae) publicado por El Líbero. Son voces y análisis alentadores en esta “Noche oscura de la Patria”.

Hablar de “Patria” parece ahora más importante que nunca. El internacionalismo marxista, latente hoy bajo el velo del autoproclamado “progresismo” mundial, resurgió como ave Fénix de las cenizas del comunismo soviético. Hablar hoy de marxismo despierta suspicacias a diestra y siniestra, pues las ideas rescatables de dicha corriente de pensamiento se ven ennegrecidas sin remedio por el violentismo y la prédica de la “guerra de clases”. Hablemos, entonces, de su engendro más contemporáneo: el progresismoÉste ha logrado colonizar a casi la totalidad de los organismos internacionales y ha generado infinitas metástasis bajo la forma de un inabarcable abanico de ONGs afines. En el caso nuestro, anida en la casi totalidad de los partidos de la actual oposición, con la loable excepción de algunas de sus personalidades. Pues, ¿cuál es el fundamento ideológico de un partido de izquierda que no sea el materialismo dialéctico y “científico” marxiano? Los matices son innumerables, pero su corazón late donde latía en 1848, y ese corazón amaba y sigue amando la revolución para establecer la “dictadura del proletariado”. Entonces, mi querido lector, no pequemos de ingenuos. Si el objetivo de esta ideología es establecer una dictadura, por cierto descalifica como movimiento democrático. No cuestiono que haya numerosos partidos políticos que apuntan a lo que llaman una “profundización de la democracia”, sin reconocerse marxistas. Muchos de ellos hallan su origen en pensadores socialistas pre-marxianos (Proudhon, La Salle y tantos otros), pero lo que dio cuerpo a su forma de comprender el mundo fue precisamente el “materialismo científico” de Marx y Engels. Es probable que muchos progresistas ni siquiera sepan bien lo que creen, ni siquiera atisben el potencial incendiario de una ideología a la que siguen como las ratitas al flautista de Hamelín.

Sirva esto como breve introducción para entender en alguna medida lo que no alcanzaré a desarrollar en plenitud por fuerza de la limitación de este espacio. El drama de Chile tiene hoy dos vertientes: el generalizado malestar que caracteriza nuestra civilización global, expresado a través de movimientos que reflejan demandas sociales y otros abiertamente insurreccionales a lo largo y ancho del orbe y que repercuten poderosamente en un país que en aras de la globalización ha renunciado casi del todo a mantener vivas sus tradiciones vernáculas, sometiéndose a un internacionalismo globalizado que ha mermado, para no decir destruido, los asideros mínimos a valores propios que permitan una identificación general con algo digno de ser creído. Por ejemplo, la bandera se utiliza hoy como “soporte” para expresar gráficamente todo tipo de demandas e, incluso, infamias. Las “fiestas patrias” se han degradado al punto de convertirse en justificaciones para los peores excesos (a semejanza de la totalidad de las fiestas tradicionales). La bandera nacional ha sido reemplazada en las recientes manifestaciones –pacíficas al inicio, brutales al final- por una insignia “mapuche” de invención no tan lejana en el tiempo, que revela una sola cosa, gravísima: la dramática búsqueda de identidad, de identificación con algo asible, real, significativo que permita crear un sentido de pertenencia y de identidad. No sólo hay falta de sentido de la vida, sino que reina la des-identificación, el no tener nada creíble a qué aferrarse.

¿Enloqueció acaso nuestro pueblo que se acrimina al son de los tambores?

Podríamos decir que hay un anhelo de retornar a los “orígenes”, hallar un espejo que nos refleje más allá del mundo del consumo material. El problema, el drama, no es nuevo, por cierto. Halla sus raíces en el arrasador secularismo y materialismo que ha caracterizado a la profesión de fe de la humanidad occidental desde hace unos 500 años. Hoy halla su decantación en el “globalismo”, nuevo concepto surgido de la cada vez mayor comunicación comercial universal y sus nuevas herramientas ideológicas: los medios de comunicación masivos y actualmente digitales. “El medio es el mensaje” afirmaba hace 50 años el canadiense McLuhan. Lo curioso es que la “globalización” dio sus primeros pasos en la esfera económica del neoliberalismo, convirtiéndose en blanco favorito de las diatribas del progresismo. Sabemos, sin embargo, que semejante ordenamiento económico-financiero ha rendido frutos en materia de mejorar el nivel de vida de muchos habitantes de este atribulado planeta azul. Pero a corto andar, la vieja idea del internacionalismo de Marx y los bolcheviques aprovechó hábilmente el nuevo concepto para enquistarse en sus pliegues: la globalización ideológica progresista, hecha posible con el uso y el abuso de los nuevos medios sociales. Hoy se rasgan vestiduras cuando algunos mandatarios de países desarrollados denuestan a la sacrosanta globalización, un caballo de Troya insuficientemente comprendido.

La segunda vertiente es netamente nacional. Los dramas parsimoniosamente desarrollados a lo largo de la historia de Chile en lo social y lo económico, lo filosófico y lo religioso, reforzados por incongruencias propias del mestizaje, del desarrollo productivo y de la alienación respecto de las raíces de nuestra forma de ser, encontraron su catarsis en el golpe militar que puso atajo a una potencial nueva guerra civil, de las varias que han jalonado la historia del país, por si usted no lo sabía, querido lector. Los que vivimos los sucesos que conmocionaron al país a partir de 1968 -año que de por sí marcó el comienzo de una nueva era cultural universal que se arroga el haber dado nuevo cauce a la ética y la filosofía del neo-marxismo, encauzando las indispensables “transformaciones”. Lamentablemente nos vemos ahora encarando el comienzo de una nueva etapa insurreccional, de proyecciones más que inciertas, pero fiel a la lógica y las leyes de etapas o períodos de alternancia conceptual planetaria.

Parafraseando al poeta alemán Federico Schiller podríamos preguntarnos: ¿Enloqueció acaso nuestro pueblo que se acrimina al son de los tambores? Los actuales representantes del autodenominado “pueblo” son mayoritariamente jóvenes, bien aleccionados por partidos y movimientos políticos que cuentan con un innegable respaldo internacional, ostensibles partidarios de una revolución a ultranza que de una vez por todas imponga un gobierno universal necesariamente revolucionario y dictatorial. El nuevo orden mundial –tal como es concebido por esta ideología, en franca competencia con otras que siguen los mismos afanes- implica el fin de la libertad individual y de sociedades construidas sobre los principios democráticos de corte liberal o cristiano. El “desentendimiento” entre la juventud violentista y las generaciones anteriores marca otro hito del proceso que se nos ha impuesto por la fuerza.  La cuestión de la brecha generacional es una constante en la historia de la humanidad. Los padres quieren, cuidan y protegen a sus hijos, pero llega un momento en que los hijos rechazan el cariño, piensan que saben cuidarse solos y sienten la protección como una intolerable injerencia en sus vidas. El gravísimo error que se está cometiendo es despachar a estas hordas juveniles que destruyen a su paso todos los símbolos de una sociedad que mal que mal funciona -o funcionaba- como “delincuentes” o “soldados narcos”. Pienso que más bien son elementos que forman parte de una cadena insurreccional bien planificada, en que el Partido Comunista y facciones violentistas enquistadas en el cada vez más diluido Frente Amplio aprovechan un suelo muy bien abonado a lo largo de los últimos 90 o más años para utilizarlos como primera vanguardia de una revolución de franco corte leninista. La estrategia revolucionaria perfilada por Marx y Engels en el Manifiesto del año 1848 y luego perfeccionada por quien se hacía llamar “Lenin”, consiste de varias etapas sucesivas, un proceso que también reflejó con máxima claridad la guerra civil española: se comienza aprovechando el descontento social, justificado las más de las veces, y la latencia de un “levantamiento social” para desatar la guerra, enviando al llamado lumpen a las barricadas. Acto seguido esta estrategia prevé la aparición sobre el escenario de los ácratas o anarquistas, que han hecho el trabajo de captar al primero con sus ideas de “libertad” “revolución” y ¡ojo! desaparición del estado. Pronto ese lumpen es desbarato por la reacción del sistema social. Los anarcos parecen ganar la mano, la destrucción causada les parece prometedora, pero se equivocan. El socialismo comunista, solapado y esperando a la vuelta de la esquina, entra en escena para eliminar a los anarquistas y con su típica astucia comienza la fase de demolición de las estructuras institucionales. La guerra civil española lo ilustra con claridad meridiana: los comunistas colocaron a los ácratas en la primera fila y cuando éstos parecían acumular un exceso de atractivo y poder, sencillamente los aniquilaron: estalló al interior de la “revolución” una franca guerra caníbal.  Los libros y documentos al respecto podrían llenar bibliotecas.

Los gobiernos de centroizquierda o francamente de izquierda, como el de Bachelet 2, se limitaron a dar pie a una suerte de “cultura popular” consistente en shows circenses, teatro callejero, etc., vendiendo a la juventud más desprotegida desfiles en zancos, competencias de globos y similares para acallar el íntimo anhelo juvenil de “algo más allá”. Fue otra forma de preparar el terreno.

Lo sorprendente del caso chileno es que nadie, absolutamente nadie, previó alguna vez que el incesante aumento de la militancia anarquista, sus rayados murales, sus atentados explosivos, sus tomas de terrenos y casas a lo largo del país, sus “peñas” y su infiltración del “mundo artístico” eran doctrinariamente consistentes y tarde o temprano llevarían a la insurrección, prontamente aprovechada por el PC -el máximo paladín del estado- y otros referentes para clavar sus propias banderas. Nadie, absolutamente nadie, previó ni osó prever que el movimiento estaba profundamente enquistado en determinados liceos y facultades universitarias. Desde hace 50 años las erráticas filosofías de Deleuze, Foucault, Derrida, Barthes y otros, como la Escuela de Frankfurt, vienen instalando el llamado deconstructivismo, que propone la generación de un caos controlado: sus ideas han sido profundizadas en respetables cenáculos intelectuales y, especialmente, literarios y artísticos chilenos. La siembra fue metódica y “revolucionaria”. Abundan quienes señalan que “no había inteligencia”. ¿Cómo la iba a haber, si el trauma de la CNI eliminó todo vestigio de ella a partir de 1990? Instituciones como la ANI funcionaban como bambalinas de una obra del teatro del absurdo.

A lo anterior se suma lo que llamaría “la ruptura cultural” en el seno de la sociedad chilena. Es bien sabido que la cultura, entendida como creatividad humana que aprovecha los materiales de la tradición y prolonga el constante perfeccionamiento del género humano, pareciera reservada a las élites que han podido acceder a niveles de educación y perfeccionamiento superiores. Aquellos sectores que han sido históricamente marginados -identificados como los de más bajos ingresos-  del acceso a esta forma de comprensión de la cultura, no han tenido más alternativa que escuchar los llamados de ciertos intelectos para levantar una “contra-cultura”, que halla especial decantación en los rayados y grafitis murales que se han vuelto universales, como también en medios culturales “alternativos” como canales de TV circunscritos a ciertos barrios, festivales de música popular alternativa, casas de “okupas”, etc. Los gobiernos de centroizquierda o francamente de izquierda como el de Bachelet 2, se limitaron a dar pie a una suerte de “cultura popular” consistente en shows circenses, teatro callejero etc. vendiendo a la juventud más desprotegida desfiles en zancos, competencias de globos y similares para acallar el íntimo anhelo juvenil de “algo más allá”. Fue otra forma de preparar el terreno.

A partir del llamado Siglo de las Luces, la sociedad occidental buscó imperturbable reemplazar la espiritualidad humana, la certeza de valores situados por sobre los materiales, con la “razón”, más aún, la razón pura, en el sentido kantiano, desbarrancando la identidad del hombre como ser espiritual. La comprensión racional de todos los fenómenos –decantada en las ciencias empíricas- eliminó por completo el conocimiento de realidades más allá de lo constatable y demostrable. El vacío ontológico traído por lo que Heidegger llama “el olvido del ser” ha carcomido las certezas humanas. En un sentido incluso cabe comprender la insurrección de los “delincuentes” y “narco-soldados”. Algo en la profundidad interior de los jóvenes clama por sentido, por creencia, por una identificación con realidades no limitadas al consumo de bienes materiales. La exposición de esas heridas ha sido cruelmente utilizada por los elementos políticos de acá y de allá para la consecución de sus fines ideológicos. La razón pura, la racionalidad extrema, también engendró el pensamiento marxiano: su “materialismo científico” es un concepto de verdad perverso, puesto que no es para nada científico sino que construye un modelo societal reñido con la aspiración humana más profunda: creer, hallar explicaciones y razones últimas. El dicho materialismo pretende llenar el vacío de la descreencia con una ideología que anula al individuo. En suma, es una estrategia subversiva para dar salida al caudal de la frustración humana particular. Por cierto, qué duda, lo puramente material ya no satisface, si bien como decía mi madre, «una cosa es llorar sentado en la cuneta y otra arriba de un Mercedes Benz”. Pero, aparte de las pensiones y la pésima gestión de diversos servicios del estado, elementos catalizadores de protestas justificadas, es hora de preguntarnos: ¿Hay hambre en Chile? ¿Es desesperada la pobreza? No. Hay hambre de algo más, hay reivindicaciones ancestrales insatisfechas. Por esos curiosos procesos de la mente profunda, la razón, cada vez que sueña, engendra la destrucción de los símbolos de aquello que unos proponen a otros como valores superiores. ¿Las vitrinas comerciales abundan en “cosas” electrónicas, símbolos del progreso doméstico, como televisores, laptops y similares? Claro, rompámoslos o robémoslos, “expropiémoslos”. Tenemos que comer, pero nuestra insatisfacción profunda nos remite a destruir la comida ajena, los servicios y todo lo que nos sirve porque corresponde al esquema de satisfacción de “los otros”.

La razón nos ha hecho construir un sistema político-económico racional, que creíamos perfecto. Pero bajo esa perfección latía la frustración, la falta de fe en algo superior, en algo no perecible porque perecibles son todos los bienes materiales. La razón inspira una soberbia casi paranoica, sus razones no permitieron apreciar el volcán que respiraba bajo nuestros pies. Ahora despertamos y nos damos cuenta de que engendramos monstruos, monstruos instrumentalizados por afanes políticos perversos, que en estos momentos buscan salvar algo de su naufragio histórico, proponiendo, muy razonablemente, un “nuevo orden político”. ¡Es el colmo!

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/martin-bruggendieck-el-fracaso-de-la-razon/

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