Gonzalo Rojas Sánchez
En cada una de las cuatro esquinas de la vida nacional se acumula la basura: muchas instituciones están dejando de funcionar; la economía está estancada y se llena de sombríos presagios; se suceden las noticias sobre la corrupción, la deshonestidad y los abusos; se multiplican las muertes, en un clima de pavorosa inseguridad.
Instituciones, economía, moralidad, seguridad: en las cuatro esquinas hay abundante mugre impidiendo el paso hacia un Chile mejor.
La evidencia del desastre es tan apabullante que, en medio de la desazón, se vienen buscando las causas para sugerirle a un próximo gobierno cómo limpiar la basura de las cuatro esquinas. Y, por eso, se ha repetido la triple acusación contra quienes hoy “habitan” el gobierno: ineptos, deshonestos, ideologizados.
Sobre lo primero y lo segundo, los ejemplos abundan y hay procesos judiciales en marcha. Pero respecto de la iluminación ideológica, parece que no se ha logrado penetrar a fondo en la dimensión última del proyecto neomarxista en marcha en el país. Hemos develado los muy variados objetivos que ese diseño se propone, e incluso hemos comprendido su permanente disposición a usar la violencia para conseguirlos. Pero sospecho que se nos ha escapado un eslabón de esa pérfida cadena.
En efecto, habitualmente estamos pensando en las formas que tomaría una institucionalidad refundada (y conocimos el proyecto constitucional que la proponía); estamos imaginando una economía socialista en manos de un Estado omnicomprensivo y omnipotente; se nos representa un sistema moral-cultural completamente secularizado y, finalmente, tememos la eliminación de las libertades públicas en nombre de una seguridad garantizada por una policía secreta. O sea, se tiende a juzgar la iluminación neomarxista desde una mentalidad proyectiva; los juzgamos por lo que quieren hacer y, en parte, están haciendo.
Pero, pero… esa crítica, “lo que ellos quieren es muy malo para Chile”, siendo correcta olvida un dato. Para lograr algo de lo que se proponen, creen imprescindible destruir. O dicho de una manera completamente clara y rotunda: lo que nosotros llamamos “fracaso de sus gobiernos”, es para ellos simplemente el eslabón deseado para demostrar que nada de lo que recibieron era aprovechable, que todo debía morir.
¿Habrá una frase que resuma mejor esa disposición a buscar el fracaso presente con vistas a un hipotético éxito futuro que la de Gabriel Boric en julio de 2021, después de triunfar en las primarias? Dijo: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”.
Matar lo que el Presidente llamaba “neoliberalismo” viene significando, en la práctica, destruir las instituciones democráticas, frustrar el desarrollo basado en una economía libre, corromper todos los hábitos del sistema moral-cultural, en fin, dejar a los ciudadanos en descampado ante el crimen. ¡Qué importa que se diga que eso es culpa de un gobierno de ineptos, corruptos e ideologizados, si lo que se consigue con ese fracaso es la destrucción del tan odiado sistema! Dialéctica pura, señores.
Pero, ¿no implicará eso perder la próxima elección? ¡Qué importa! No le importó nada a Bachelet II destruir, y que ganara Piñera, porque sobre esa destrucción era más difícil construir; no le importará nada a las izquierdas duras que la destrucción con que le entregarán Chile a un gobierno de centroderecha, dentro de 18 meses, sea aún mayor, porque así se le hará a la nueva administración aún más complejo construir.
Su diseño es claro: mientras peor les vaya, peor le va al sistema, peores condiciones encontrarán sus rivales al gobernar, y por fin —siempre la utopía— desde cero podrán construir.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el miércoles 13 de noviembre de 2024.
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