Osvaldo Rivera Riffo
Presidente
Fundación Voz Nacional


El verano me ha permitido refrescar algunas ideas y leer bastante, es así como voy a plantear someramente un tema que todos han oído más de alguna vez o utilizan en la conversación diaria y equivocadamente. Más aún cuando la inoperancia y el engaño permanente han cumplido un año en el poder.

En el discurso permanente de los distintos actores políticos con frecuencia se emplea el término Bien Común.

Incluso en una oportunidad se lo pregunté a un político con aspiraciones presidenciales y su respuesta fue bastante poco convincente. Es posible entenderlo, ya que en el mundo político en el que estamos insertos es casi nula la formación filosófica y, por tanto, el concepto es muy discutido y raramente comprendido.

Así y todo, es claro pensar que se trata solo de una referencia disfrazada de un ideal universal, en que  no hacen otra cosa que izarlo como un rótulo de interés publicitario.

En cambio, para otros un poco más profundos en el devenir de la naturaleza de hombre, se trata de una reivindicación metafísica que conlleva fuertes discusiones filosóficas de la que los políticos serios no debieran estar ausentes

Se enfrentan, por tanto, puntos de vista derivados de Hobbes y de Santo Tomas sobre el significado y las implicancias del bien. Por eso insisto que un político, esto debiera tenerlo muy claro y así demostrar, al menos, manejo teórico de su lenguaje intelectual.

Pero es interesante detenerse en el otro componente del concepto, la palabra común deriva del protoindoeuropeo  Ko-moin-i; más tarde, del latín communis y luego de la palabra francesa comun o la castellana “común”  que significa “general” “abierto” público”, pero fundamentalmente “compartido por todos o muchos” es un componente familiar.

El bien común es la suma de las necesidades que surgen de abajo hacia arriba, y que puede ser más o menos suministradas, fomentadas y fortificadas de arriba hacia abajo.

En una sociedad estructurada y respetuosa, los bienes que son comunes se van reforzando diariamente por los hábitos y las prácticas de la gente corriente. Estos hábitos y prácticas forman la cultura común, como por ejemplo la honestidad, la memoria de lo pasado, las virtudes del ahorro, el cultivo de la amistad, la tolerancia etc. Pero cuando esa cultura común se debilita o se destruye, la única esperanza es su renovación y revitalización por parte de una clase dirigente responsable, logrando con ello la posibilidad de una buena vida para la gente común.

Si analizamos  con detención lo anteriormente escrito llegaremos a la conclusión que el bien común siempre es servido o socavado por un orden político; no hay neutralidad en el asunto. Entonces  la gente común lo que pide es que la política se ocupe del bien común, es decir debe crear un orden en el que sea posible la realización personal en que el hombre pueda cumplir completamente su destino.

Monseñor Daniélou, uno de los cardenales franceses más importante y de gran influencia en el Concilio Vaticano II, sirve de inspiración para referirse al bien común. Él señaló que el deber de los encargados de dirigir el orden político es no privar a la gente común de la capacidad de participar y de realizar los bienes esenciales de la vida humana. Sostenía “no basta con garantizar su libertad para perseguir dichos bienes sino que el orden político tiene el deber de orientarlos positivamente y proporcionarles las condiciones para el disfrute de los bienes de la vida humana. Entre ellos la libertad religiosa, la libertad académica, el libre mercado, comprar y vender”. Sin embargo agregaba que “estos no son  sustitutos de la piedad, la verdad, la prosperidad equitativa y el buen gobierno.”

Actualmente hay corrientes de orden liberal que sostienen que la ausencia de restricciones en estos y otros ámbitos es condición suficiente para que las personas alcancen la plenitud. El soberano liberal trata a todas las personas por igual asumiendo que los seres humanos radicalmente libres son igualmente capaces de alcanzar los bienes de la vida humana. Es la vieja ocurrencia de Anatole France: “la ley, en su majestuosa igualdad prohíbe a ricos y pobres por igual dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar su pan”.

Lo que debemos hacer notar es que es la gente común - los trabajadores, los emprendedores, el pueblo soberano - la que disfruta cada vez más de la libertad teórica y de pocos de los bienes sustanciales que se suponen se derivan de su decisión individual. Como orden político les han proporcionado la búsqueda de la felicidad, pero les han privado de la felicidad misma. Así, aquellos que buscan promover el bien común debieran prestar especial atención al carácter profundamente ordinario del concepto—como puede ser probado especialmente por referencia a una respuesta a la pregunta: “¿cómo está la gente normal hoy?”

La respuesta a esa pregunta es: ¡la gente normal no está bien!

Y muchas son las razones, entre ellas la globalización económica ha privado a muchos de las fuentes de prosperidad y estabilidad que hacían posible una vida plena. Los ataques a las normas sociales, a la familia, a la fe, a las tradiciones, la inseguridad, el terrorismo, han contribuido a la ruptura de los apoyos familiares y comunitarios, lo que a su vez ha llevado a vidas rotas de adicción, crimen, desempleo y muerte por desesperación.

Entonces está claro que hoy lo que se ha perdido es la búsqueda del bien común por el orden político, dejando en manos de delincuentes las decisiones que libre y soberanamente le corresponden al pueblo individual y colectivamente asumir, pero reina el miedo y el terror. Se rodea con las llamas del infierno la posibilidad de restituir la verdad y conseguir el bien común.

Así estamos, achicharrándonos en el engaño, con falsos profetas que llaman entupidos a quienes defendemos la identidad nacional y con ello los fundamentos de la República donde impere el bien común.

No es tiempo de políticos, es tiempo de gente corriente. Estamos ya agotados y se levanta una ola de inseguridad, de temor fundado, que todo lo ocurrido ha sido producto de teorías provenientes del globalismo, alma viva del progresismo, con cambio climático incluido. Fueron más de 500 mil hectáreas que se quemaron por la acción planificada de grupos terroristas como la CAM, declarada recientemente ilegal por el Tribunal Constitucional,  los cuales con manual en mano llamado Chem Ka Rakiduam han atacado a las empresas forestales. Estas compañías dedicadas a la explotación de la madera dan 30 mil empleos directos y 1.090.000 indirectos, a través de la subcontratación. Sin embargo, están hace años en la mira del terrorismo de la CAM la que aspira a que se retiren de esos territorios y entreguen cada hectárea productiva a las etnias reivindicacionistas que apoyadas desde un gobierno que en lo más profundo de su corazón aspira a que dicha acción se cumpla. No es extraño entonces de la Sra. Tohá le haya mentido al país minimizando la intencionalidad del desastre y no hablara del gigantesco daño a la economía y a más de un millón de trabajadores chilenos. Sí, más de un millón de gente común que sufre por su incierto destino. Entonces, reitero, no es tiempo para seguir con la chapuza política. Es tiempo que se haga cargo la gente corriente que entiende lo que es el Bien Común. Mientras esto no ocurra, seguiremos lamentando la muerte de carabineros y viendo en el escaparate de la banalidad del mal a políticos prestos a ponerse frente a las cámaras para obtener un minuto más de fama mediática. Es que el sentido común no existe, por ejemplo, en una conocida alcaldesa que ya supera todo lo razonable, como tampoco en algunos de los ministros del tribunal constitucional que apoyaron al gobierno sin otro miramiento que consideraciones políticas por sobre el bien común al que debe propugnar el Estado y que se refiere en este caso a defender la integridad de la sociedad y protegerla de la delincuencia, más aún cuando ésta actúa organizadamente en la comisión de delitos.

Sin duda que el Bien Común, con esta resolución, terminó por podrirse.

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