Cristián Labbé Galilea


Si cada día que pasa son más los ciudadanos que se muestran hartos de la política, la razón es que cada vez son más “los porqués” de ese hastío. Claramente, tal desprestigio no surge de la nada; es consecuencia de una sucesión de malas prácticas, corruptelas, promesas incumplidas, intereses personales…  pero, fundamentalmente, de la distancia que existe entre los políticos y la realidad.

Esta semana fuimos testigos de un hecho lamentable: la Cámara de Diputados despachó sin multas el proyecto de ley sobre voto obligatorio. La iniciativa, que buscaba establecer una sanción pecuniaria a quienes no sufragaran, obtuvo 75 votos a favor, 45 en contra y 14 abstenciones. Al no alcanzar el quorum constitucional de 77 votos, fue rechazada, generándose el absurdo que por ley el voto es obligatorio…  pero en la práctica es voluntario, da lo mismo votar que no votar. ¡Patético, por decir lo menos!

¡Oh paradoja! Imponer un deber sin sanción equivale a proclamar la obligatoriedad de una norma pero, al mismo tiempo, quitarle el costo de su quebrantamiento. Estamos frente a un mandato constitucional que termina siendo una mera recomendación, perdiendo toda legitimidad. “Una obligación sin sanción es un mandamiento sin alma”, no es más que una artimaña aparentando rigor pero abriendo las puertas a la indiferencia e impunidad.

A juicio de esta suspicaz pluma, el rechazo del sector oficialista a las multas por no sufragar, obedece a un mañoso cálculo electoral: la izquierda percibe que esta medida les otorga una ventaja en los próximos comicios. El gobierno sabe que los votantes “obligados” — esos siete millones de electores que no participan cuando el voto es voluntario— tienden a favorecer a los candidatos de la oposición.

Se equivocan quienes creen que esta situación, si bien absurda, es también trivial porque, en la práctica, las multas por no votar no siempre han funcionado. Craso error. El precedente que se crea es de la mayor gravedad, pues equivale a establecer que existe la obligación de pagar los impuestos, pero si no se pagan… da lo mismo, o a señalar que es obligatorio parar en la luz roja, pero que da lo mismo… si se para o no.

Establecer una obligación sin sanción es, en el fondo, un gesto vacío: se proclama una regla que carece de fuerza, un deber que no obliga. Es el absurdo de una norma que se convierte en simple declaración, donde la autoridad se diluye y la responsabilidad se vuelve opcional, y donde la norma no castiga, la transgresión queda impune condenando a la ley al ridículo.

Por último, si de desprestigio de la política se trata, hay que reprochar -en este caso- que parlamentarios de la oposición se hayan “pareado” con diputados de izquierda. A todas luces es una actitud inaceptable. Nadie, traicionando sus principios, puede “parearse” con algún "rival", especialmente cuando se trata de una ley de rango constitucional. Una demostración más de que, políticamente, nos hemos convertido en… ¡un país donde todo da lo mismo!

.