Miércoles 31 de octubre de 2018
Gonzalo Rojas
La fórmula 'populismo de derecha' pierde toda su fuerza si se contrastan los modos en que una verdadera derecha debe comportarse con las fórmulas que el populismo habitualmente usa.
Mauricio Rojas, en su excelente "La democracia asediada", y Cas Mudde con Cristóbal Rovira, en "Populism", nos entregan los elementos que permiten entender qué es el populismo.
A su vez, en el plano de la divulgación política, los partidarios de un supuesto populismo de derecha nos dejan en claro qué quieren decir: su objetivo es básicamente contradecir todo lo que los populismos de izquierda -o los gobiernos de izquierda, simplemente- procuran y producen: aumento del conflicto social, crecimiento explosivo del Estado, agresivo desarrollo de la secularización, corrupción disfrazada de servicio al ciudadano, Estado de Derecho continuamente violado, economías destrozadas, pueblos gradualmente pauperizados...
Pero la fórmula "populismo de derecha" pierde toda su fuerza si se contrastan los modos en que una verdadera derecha debe comportarse con las fórmulas que el populismo habitualmente usa. Y se concluye: no, no son dos términos verdaderamente compatibles si se afina en el contenido de cada uno.
Por cierto, los planos de comparación son diversos: a la derecha le pedimos lo mejor de sí misma -en cuanto proyecto-, mientras que al populismo apenas se lo puede mirar en su burda praxis, justamente porque es solo eso: craso ejercicio del poder revestido de un aura mesiánica.
La derecha debe hablar siempre con la verdad, por la simple razón de que sigue creyendo en su existencia y en la fuerza de su evidencia; el populismo, por el contrario, adapta desde el poder los mensajes que emite con el fin de encandilar o apaciguar, según las necesidades de gobierno.
Para la derecha es imperativo el respeto a cada persona en la riqueza de su individualidad y de sus vínculos familiares y asociativos, pero el populismo, por su parte, procura enfocar su acción en los grandes números, en las masas indiferenciadas, a las que se dirige combinando el peso numérico de las encuestas con lo afectivo de los mensajes seductores.
Como consecuencia de lo anterior, la derecha debe procurar siempre el despliegue de la subsidiariedad, porque está convencida del valor de las iniciativas personales y asociativas, del riquísimo mundo de lo intermedio; al populismo, de modo opuesto, le interesa un contacto directo y de carácter asistencialista con las multitudes necesitadas, para hacer imprescindible la permanencia en el poder del dadivoso líder.
La derecha se impone a sí misma altos criterios de virtud con los que pide ser juzgada -especialmente en sus liderazgos concretos-, mientras que el populismo despliega todos los recursos para mantener los carismas del líder como el principal activo de su forma de gobernar. Si es necesario, el populismo cultiva la extravagancia del gobernante con tal de marcar su supuesto atractivo.
Los deberes estarán siempre presentes en el lenguaje político de la derecha, a la que le repugna un clamor unilateral por los derechos; al revés, para el populismo, nada es más atractivo que tocar la fibra del egoísmo humano, prometiéndole el despliegue autorizado de todas sus potencialidades bajo el rótulo de recuperación de lo que alguien le ha quitado. Para eso, el populismo necesita un Estado grande, tan grande como las aspiraciones infinitas de un pueblo excitado.
Y, finalmente, pobre derecha, porque si es sincera, reconocerá siempre que lo difícil cuesta mucho tiempo, y quizás no resulte. La gran ventaja del populismo consiste en que prometerá el éxito a la vuelta de la esquina... aunque sepa que la cuadra a recorrer antes de llegar a ese punto es larga, muy larga.
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