Gastón Escudero P.


Cuando estalló la insurrección aquel fatídico 18 de octubre de 2019, el gobierno y los políticos de todo el espectro propusieron, como solución, cambiar la Constitución. 

Nadie lo pedía, pero ellos idearon esta fórmula como medio para “lograr la paz”, según nos dijeron. Y para darle una apariencia de “voluntad popular”, esa especie de bendición divina que según el mito democrático reviste de legitimidad a todo lo que emana de los administradores del Estado, diseñaron un proceso que consistía en un plebiscito de entrada para que el pueblo diera el “vamos”, una convención que sería mixta o enteramente elegida (según la opción que obtuviera mayoría en el mismo plebiscito), elección de los constituyentes, luego un período de funcionamiento de un año y, finalmente, un plebiscito ratificatorio del texto propuesto. Y se nos dijo: “Si la cuestión planteada a la ciudadanía en el plebiscito ratificatorio fuere rechazada, continuará vigente la presente Constitución” (inciso final del artículo 142 que modificó la Constitución de acuerdo con la ley 21.200). Así, la fórmula ideada por los políticos quedaría legitimada y la Historia registraría que su invento había sido aceptado democráticamente. 

Pero a veces la Historia se ríe de los hombres. Aunque 5,8 millones de personas aprobaron el inicio del proceso, el río se salió de su cauce. Primeramente, los cabeza caliente que nunca faltan fijaron normas de elección de “representantes del pueblo” rompiendo la regla básica de “1 persona, 1 voto”, lo que condujo a que los elegidos tuviesen una ínfima representatividad. Peor que eso fue que la efervescencia del momento llevó a que muchos de los electos fuesen pobres tipos empapados de la locura woke imperante y, en los meses siguientes, los constituyentes nos dieron un espectáculo que pareció pozo séptico donde fueron a parar todas las inmundicias ideológicas y espirituales del Chile actual. El resultado: el texto constitucional más progresista del mundo, al punto que cuando uno intenta describirlo se agolpan en la mente tantas ideas que finalmente se impone aquella frase folclórica que espontáneamente caló en la opinión pública: “La weá es mala. Punto” (perdón por el francés).  

Tan mala, que el entusiasmo inicial de muchos se transformó primero en desconcierto, luego en desilusión y finalmente en la sensación “hemos sido engañados”. Las encuestas lo reflejaron y la opción “rechazo” del plebiscito de salida tomó cuerpo rápidamente. Entonces los políticos se vieron en un aprieto: habían perdido el control del proceso y los hijos de la revolución se habían desbandado, por lo que se enfrentaban a dos posibilidades: si ganaba el “apruebo”, en el “nuevo país” (por llamar de alguna manera a aquel estado de cosas que resultaba de la propuesta) sus privilegios desaparecían y, si ganaba el “rechazo”, quedaban como los primeros causantes del desastre. “Horror, ¿qué hacemos ahora?”. 

El miedo puso en marcha su creatividad y nuevamente sacaron un conejo de debajo del sombrero: se plegaron al “rechazo” (que ya era mayoría en las encuestas) y crearon el slogan de que se darían una segunda oportunidad para elaborar, ahora sí, una nueva y buena constitución. Diseñaron entonces una campaña publicitaria multimillonaria que incluyó pactos entre partidos (que representan sólo a ellos mismos) y complicidad de los medios de comunicación y de encuestadoras para que fueran difundiendo el mensaje de que había que “rechazar para iniciar otro proceso constituyente”. Los fondos afluyeron generosamente desde el extranjero y convocaron a organizaciones de la sociedad civil (me consta porque me lo ofrecieron) para crear la sensación de que este nuevo invento era una “demanda del pueblo”.

Vino el plebiscito de salida y 7,8 millones de chilenos dijimos “rechazo, que siga vigente la presente Constitución” (según los mismos políticos dejaron plasmado en la reforma que inició el proceso). Entonces los actores pusieron en escena su obra de teatro: “hicimos un compromiso y cumpliremos” dijeron cuando al tercer día se reunieron para torcerle la mano al pueblo. Por supuesto, el gobierno les abrió gustoso sus puertas porque el truco le sirve para continuar su proceso revolucionario. Pero ahora, habiendo aprendido la lección, el proceso será sin plebiscito de entrada (porque saben que lo perderían) y estará probablemente en manos de un grupo de “expertos” que serán ellos mismos u otros que puedan controlar. 

El engaño es aceptado por algunos chilenos porque creen que es la única manera de “vivir en paz”, como si la paz pudiera construirse sobre mentiras. Esta actitud es muy común entre –aunque no exclusivamente− académicos y burgueses que se aferran a la ilusión de que es posible convivir en paz con aquellos que quieren destruir el país. “Nos salvamos” dicen, aferrándose a su cegador deseo de recuperar, aunque sea en parte, una normalidad que se niegan a reconocer como fenecida. Otros, desconfiados y realistas (entre quienes me cuento), rehúsan someterse al engaño porque se dan cuenta de que los políticos −oficialistas y de oposición− no sirven a los chilenos sino a intereses que nada tienen que ver con nosotros.

Es difícil aceptar la realidad cuando esta no se adecúa a nuestros anhelos, lo sé. Pero en tiempos oscuros como los que vivimos sólo nos queda dejar aflorar aquella reserva de humanidad que nos empuja a aferrarnos al afán de vivir en la verdad, por dura que sea. Nuestra Patria está amenazada por un enorme poder que abomina de la cultura cristiana y de las identidades nacionales. A ese poder no le sirve la Constitución actual porque distribuye el poder entre los ciudadanos (modelo de subsidiariedad) y necesita cambiarla por otra que transforme al Estado (me refiero al aparato burocrático de gobierno) de Chile en una agencia que controle a los ciudadanos, y no se dejará vencer por un simple traspié electoral. Ese poder tiene a su haber inmensos recursos financieros, comunicacionales, institucionales, académicos y tecnológicos, tanto dentro como fuera del país, y tiene cooptados a políticos, comunicadores y organizaciones civiles. 

Ese poder tiene todo para vencer pero será derrotado porque es contrario a la naturaleza humana. Sin embargo, como dijo una hija de la nación checa que sobrevivió a las represiones nazi y comunista: “La verdad, por sí sola, no prevalece. Cuando se enfrenta al poder, la verdad suele perder. Únicamente prevalece cuando la gente es lo bastante fuerte como para defenderla”.  Ha llegado el momento, queridos compatriotas de abrazar con toda nuestra fuerza la verdad y asumir los costos que sean, sabiendo que todas las verdades que están en juego en la hora presente son sólo una manifestación de aquella única Verdad que nos hará libres. 

Fuente: https://viva-chile.cl/2022/09/fraudealpueblo/

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