Gonzalo Rojas Sánchez
Los chilenos somos duros de mollera y, además, tenemos mala memoria histórica: hemos hecho tantas leseras que probablemente no queremos ni acordarnos de buena parte de ellas.
Pero, por todo lo que dicen las encuestas y las entrevistas, parece que el efecto del 18 de octubre sobre las neuronas y sobre los recuerdos no ha sido menor. En efecto, la insurrección violenta está muy presente; todavía late en nuestros espíritus su siniestro tamtam, aunque hayan pasado ya cinco años de ese devastador big bang.
¿Qué lecciones o conclusiones pueden sacarse, con la perspectiva del lustro transcurrido?
Se leen decenas de análisis, y no es sorpresivo que así sea: desde octubre de 2019 a marzo de 2020 Chile fue un laboratorio público, y el experimento ha arrojado resultados que son casi ciencia exacta. Veamos entonces algunos, solo en el plano de la violencia, partiendo de lo más abstracto a lo más terriblemente sangriento.
En primer lugar, hay que situar esa violencia en su contexto teórico. Alguna fue de matriz anarquista, otra de inspiración trotskista o leninista, pero que las tesis de Laclau y Mouffe operaron también desde su aparente moderación, no cabe ninguna duda. ¿Cuántos fueron los profesionales jóvenes, los universitarios e incluso los secundarios que, embriagados de deseos por llenar con sus agravios el famoso “significante vacío”, se lanzaron a las calles, en unos u otros momentos, para demoler al “neoliberalismo opresor”? Yo al menos me acuerdo de uno, bien simbólico: Gabriel Boric. Y con él, miles y miles.
Primera lección: vamos a tomarnos en serio a Laclau y Mouffe.
Una segunda consideración resulta casi ofensiva para los mayores de 60, pero la maravilla del drama humano es que las generaciones se renuevan a una velocidad tan grande que hay que explicar una y otra vez lo mismo, pero a gentes diversas. Y esa repetición consiste en hacer presente algo sencillo y terrible: una buena parte de las izquierdas está siempre dispuesta a usar la violencia física, sin límites.
Ni la ética —el bien de cada persona— ni la política —el bien común— fueron obstáculos para que, en esos meses terribles de hace cinco años, el objetivo de aquellas izquierdas solo pueda ser descrito con sustantivos indeseables: destrucción, destitución, aniquilación, muerte. Para eso, como en 1946, y en 1949 y en 1957, esas izquierdas articularon la más eficaz combinación de liderazgo intelectual con lumpen de primera línea. Y esta vez, además, contaron con el apoyo del internacionalismo proletario, bajo la forma de la solidaridad bolivariana.
Y no puede quedar fuera de nuestra consideración una tercera conclusión, quizás la más novedosa: la evidencia de que, por la vía del hecho noticioso grotesco, una minoría violentista empujó a profesionales de la comunicación a rendirse, cautivados ante la noticia extraordinaria. Y fueron precisamente esos comunicadores quienes mediaron entre la violencia y la protesta, conduciendo irresponsablemente a enormes multitudes hacia la inicial aceptación del “quemémoslo todo”. Y el fuego era real.
Fue, en efecto, el mundo al revés: una violencia detestable se convirtió en noticia elogiable y pasó, por efecto de la difusión reiterada, a ser marea multitudinaria, al menos por unos días. Hubo, por lo tanto, mucha violencia discursiva en los matinales y en los noticiarios, en radios y en redes manejadas por profesionales de la información, quienes, por semanas, fueron activistas de la subversión.
No son tres violencias distintas. Son solo tres matices de una misma perversión, tres dimensiones de un mismo propósito: había que destruir la democracia. Y estuvieron muy cerca.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el miércoles 16 de octubre de 2024.
Fuente: https://viva-chile.cl/2024/10/lecciones-de-aquel-dramatico-octubre/
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