Gonzalo Ibáñez Santamaría


El mismo día en que yo respondía los comentarios críticos de Gianni Rivera a mi primera columna sobre el tema que nos ocupa, apareció otra columna, esta vez de Demetrio Infante, también muy crítica de mi posición. No quiero cansar a los lectores repitiendo argumentos. Me remito entonces a lo que ya he sostenido en mis dos columnas anteriores. Sólo quiero, en esta ocasión, referirme a un argumento distinto que avanza don Demetrio cual es el de la novedad de la “moderna” doctrina social de la Iglesia que, según él, “se funda básicamente en tres documentos: la encíclica Rerum Novarum, publicada en mayo de 1891 por el Papa León XIII, la encíclica Quadragesimo Anno, publicada en mayo de 1931 por el Papa Pío XI, y las conclusiones del Concilio Vaticano Segundo convocado por el Papa Juan XXIII en 1962. De ellos se colige una absoluta nueva teoría social de la Iglesia y la versión moderna del humanismo cristiano”. Mi parecer es diferente: los principios de la doctrina social de la Iglesia y del humanismo que de ella se colige han sido siempre los mismos. Por eso, la institución que está detrás es la misma Iglesia. Se pueden aplicar esos principios a problemas distintos, pero siguen siendo los mismos. No hay pues nueva teoría social de la Iglesia. Con todo, a pesar de haberse insistido en esta identidad, se desató, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, una ofensiva para desacreditar a la Iglesia anterior, la Iglesia preconciliar, y a mostrar a este Concilio como el inicio de una nueva Iglesia, la Iglesia postconciliar. Fue el punto de partida para que cualquiera se sintiera autorizado para poner en boca del Concilio cuanto disparate andaba suelto por ahí. Hasta el punto de hacer necesaria la advertencia de distinguir entre lo que se decía “acerca” del Concilio, lo que se dijo “en” el Concilio y lo que efectivamente éste dijo y que consta en las actas respectivas.

La Democracia Cristiana, fundada poco antes, entró resueltamente en este predicamento. Era la década de los años de 1960 en adelante y no demoró nada en oírse cómo el Concilio condenaba las “estructuras de opresión” y llamaba a enfrentarlas para dar paso a la civilización “del amor”. La sociedad chilena habría estado viviendo en una situación de “pecado social” del cual sólo se saldría mediante un drástico “cambio de estructuras”. Y ¿cuál era esta “estructura de pecado”? Simplemente, la que se fundaba en la propiedad privada que, por lo tanto, debía ser definitivamente revocada si queríamos el triunfo “del amor” o, lo que es lo mismo, del socialismo con su estatización masiva; para comenzar, de los medios de producción. Era la misma jerigonza marxista, pero con un vocabulario pseudo religioso. Se inició así entonces una competencia entre esa DC y los grupos marxistas para demostrar quién era más leal a estas ideas. En este enfrentamiento la democracia cristiana, Frei M. y Aylwin a la cabeza, fueron ciertamente acompañados por numerosos obispos y clérigos. E, incluso, hubo algunos, los “cristianos por el socialismo” entre otros, que se volcaron más allá aún para apoyar derechamente a partidos marxistas. En manos de estos grupos, y con la anuencia de esos clérigos, la práctica de la religión pasó a ser un ejercicio de acción revolucionaria. ¡Ay del que se acordara del Mes de María, del rezo del Rosario o de la asistencia frecuente a Misa! Fue entonces que el cardenal Silva Henríquez entregó a la reforma agraria predios recibidos por la Iglesia a través de herencias que viejos conservadores le habían dejado para que sustentara sus necesidades y pudiera cumplir con su misión evangelizadora. Total, nada le habían costado ¡Qué fácil era entonces deshacerse de ellos! Con el debido respeto de mis contradictores, actitud muy lejos de la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia que, defendiendo la licitud y la conveniencia del derecho de propiedad, impone a los propietarios no abandonar sus predios, sino trabajarlos eficazmente como aporte al bien común.

En eso se estaba cuando, como cataclismo, se produjo el triunfo marxista de 1970. Entonces, comenzaron los arrepentimientos. Pero, ya era tarde, el mal estaba hecho. Lo que vino a continuación es historia conocida, como para insistir ahora en ella. Entretanto, para el rector de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso queda la tarea pendiente de revisar los conocimientos que bajo el nombre de Humanismo Cristiano y Doctrina Social de la Iglesia se imparten en sus aulas.

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