UNA AÑEJA TENDENCIA HISTÓRICA DEL SOCIALISMO Y EL PROGRESISMO
por Ernesto Araujo
La mitología que se formó a lo largo de 50 años en torno a Salvador Allende nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre un fenómeno crucial de nuestro tiempo: el secuestro de la palabra «democracia» y su perversión por distintos agentes de la liga totalitaria que se asoma hoy al domino planetario.
Allende llega al poder en 1970, por vía electoral, y durante tres años desdobla progresivamente – y explícitamente – el proyecto de una revolución socialista a la que califica de «democrática». Así se exprime el entonces mandatario chileno, por ejemplo, ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en diciembre de 1972:
«El chileno es un pueblo que ha alcanzado la madurez política para decidir, mayoritariamente, el reemplazo del sistema económico capitalista por el socialista. Nuestro régimen político ha contado con instituciones suficientemente abiertas para encauzar esta voluntad revolucionaria sin quiebras violentas».
En la misma pieza, enfatiza: «La voluntad democrática de nuestro pueblo ha asumido el desafío de impulsar el proceso revolucionario dentro de los marcos de un estado de Derecho altamente institucionalizado».
Salvador Allende, el presidente contra el pueblo chileno
En la realidad de los hechos y de los sentimientos humanos, el proceso revolucionario socialista y la democracia son antípodas irreconciliables. Ningún país que haya sufrido una revolución socialista ha jamás podido mantener algo semejante a una democracia, desde la Rusia de Lenin y la China de Mao hasta la Cuba de Fidel o la Venezuela de Chávez. Tampoco ha jamás podido brindar a sus pueblos la «justicia social» o «democracia social», que en algún momento se creyó sería el premio alcanzable solamente por el exterminio de las libertades «burguesas». Las revoluciones socialistas son destructoras de libertad, de igualdad y de riqueza – pero son eximias creadoras de propaganda. Es la propaganda lo principal que explica la persistencia de la ilusión socialista y, en el caso específico, la elevación de la memoria de Allende.
En el mundo de la propaganda socialista, no importa la verdad de los hechos ni la solidez de los conceptos – únicamente importa el servicio a la causa. Así es que, cuando Allende asume el poder por mayoría electoral, eso significa – para la propaganda – que los cambios radicales que introduce son democráticamente legítimos porque se asientan sobre aquélla mayoría.
Mientras que, cuando un partido o un mandatario conservador vence una elección, sus políticas no tienen legitimidad porque, según nuestros «constitucionalistas», la democracia no es la regla de la mayoría sino el respeto a «principios» que residen, no en las constituciones, sino en la cabeza de los Jueces de Cortes Supremas o de otros miembros de las élites políticas. La democracia solamente vale cuando abre el camino a la izquierda.
Segun la propaganda – que domina la prensa, la enseñanza, el entretenimiento, o sea, todos los centros «productores de verdades» – el pueblo solamente tiene «madurez política» cuando elige a los progresistas. Si elige a conservadores, se trata entonces al pueblo como una tanda de ignorantes, degenerados, «deplorables», fanáticos, manipulados por sus miedos e inconfesables prejuicios. Si gobierna la izquierda es revolución democrática, si gobierna la derecha es populismo. Si ejerce el poder la izquierda, criticar sus políticas es un ataque a la democracia, pero si ejerce el poder la derecha hay que destruirla y deslegitimarla ferozmente para que no destruya «las instituciones democráticas».
Algo semejante sucede con relación al concepto de patriotismo y de nacionalidad. Afirmaba Allende, en el mismo discurso ya mencionado, que los chilenos resistirían a las presiones en contra de su programa socialista «en actitud patriótica y digna», pues «la historia, la tierra y el hombre nuestro se funden en un sentido nacional». En contraste paradoxal pero no sorprendente, si hoy día una corriente política de derecha invoca a ese mismo patriotismo y a ese mismo sentido nacional como base de su actuación movilizadora y su visión de país, inmediatamente se la denigra como fascista, obscurantista y retrógrada.
Una de las principales iniciativas de Allende en camino al socialismo fue justamente la nacionalización del cobre, justificada por una insistente retórica de que un pueblo tiene derecho a sus propios recursos naturales. Se trataba por supuesto de más otro uso propagandístico del concepto de «nación» y por lo tanto de «nacionalizar», que en la realidad no quiere decir lo que parece – poner a disposición de la nación – sino instrumentalizar para el poder del grupo revolucionario.
Tenemos hoy en Sudamérica corrientes que se dicen «nacionalistas» y en nombre de la nación se dedican a sacar improperios contra el imperialismo económico de los países desarrollados, al mismo tiempo en que promueven o contemplan satisfechos la apropiación de nuestros recursos naturales por las empresas controladas por Pequín. De hecho, en Brasil por ejemplo se están nacionalizando nuestras riquezas, pero la nación beneficiaria de ese proceso no es la nación brasileña, sino la República Popular de China.
Por ese y por otros caminos, pero siempre bajo la distorción nefasta de la propaganda, surgió el proyecto de la Unión Soviética hace 50 años, el de arrastrar toda América Latina a su bloque totalitario, con la ayuda de Allende y otras figuras semejantes, transformándola en una Gran Cuba.
Ese proyecto que fracasó en aquel momento, avanza hoy desimpedido, habiéndose cambiado el centro gravitacional de Rusia a China (aunque siempre con buena participación de Rusia en cuanto socio menor). Efectivamente, el estudio del período Allende nos lo muestra: en el proyecto totalitario global, cambian colores y personajes, pero se mantiene el mismo objetivo de asesinar a la libertad y el mismo instrumento básico de control del pensamiento a través de las manipulaciones del discurso.
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