23 de enero, 2020
Cristóbal Aguilera
Abogado,
académico Facultad de Derecho U. Finis Terrae
Las utopías modernas nos ponen ante un círculo vicioso de ilusión y desilusión, en un eterno bucle de desesperanza inmanentista. La violencia y la radicalidad de las posiciones de estos tiempos pueden comprenderse como un efecto de estas utopías que nos han capturado.
Uno de los rasgos distintivos de los movimientos sociales que han emergido durante el último tiempo es la frivolidad con que se aproximan a la realidad. Piensan que comportarse al límite no tiene costos ni riesgos, que la retórica entusiasta es suficiente para fundar una posición política sólida y que los fines que persiguen (abolir la PSU, por ejemplo) son incuestionablemente justos, y esa incuestionabilidad lo justifica todo (boicot). De ahí que vean la política tradicional como un estorbo y no tengan problemas en quebrar la institucionalidad con el fin de ser escuchados.
Con todo, subyace a estos idealismos modernos algo de lo que en general nuestra sociedad carece casi por completo: una cierta ilusión. Esto es algo que debemos tener presente, pues sus actos tienen un norte, un objetivo liberador; creen –o quieren creer– que están en medio de una disputa histórica en contra de un enemigo poderoso. Si en un momento alguien pensó que estos jóvenes –muchos de ellos– no tenían nada que perder, y eso los convertía en potenciales delincuentes, hoy, sin embargo, la crisis les ha dado razones (la fiebre de la razón) para vivir y desvivirse (tienen una épica, aunque sea una épica nihilista).
El hombre –decía Spaemann– necesita algo por lo que merezca la pena vivir. En otras palabras, el hombre necesita esperanzas, necesita pensar que su vida vale la pena ser vivida más allá, incluso, de la vida que está viviendo. La política intenta ser aquello por medio de lo cual se construyen y alcanzan estos sueños. La lírica de la nueva constitución, del progreso material, de la aspiración a mejores condiciones de vida, de la igualdad y la libertad, de que todo puede ser distinto, van constituyendo nuestras esperanzas. Pero cuando la política decepciona (en estos términos, la decepción tarde o temprano llega), cuando se comprende que no hemos alcanzado ni de cerca lo prometido, cuando se cae en la cuenta de que no solo los medios son escuetos, pobres y mediocres, sino que también los fines, es cuando la violencia comienza a desplegarse. Una sociedad que promete tal grado de prosperidad es una sociedad que está condenada al fracaso, porque niega la imperfección de las cosas humanas. Las utopías modernas nos ponen ante un círculo vicioso de ilusión y desilusión, en un eterno bucle de desesperanza inmanentista. La violencia y la radicalidad de las posiciones de estos tiempos pueden comprenderse como un efecto de estas utopías que nos han capturado.
A pesar de esto, el hombre –insiste Spaemann– necesita una opción de vida que de verdad esté a la altura de nuestros más profundos deseos, una opción por la que merezca la pena renunciar a todas las demás, una opción, a fin de cuentas, que no es posible construir desde este mundo. ¿A dónde debemos dirigir la mirada, entonces? El Evangelio habla, fundamentalmente, de este tipo de esperanza, de un futuro que se abre por encima de nuestros horizontes, de una vida que se despliega con verdadera vitalidad una vez que cerramos los ojos en este mundo, pero que le da total sentido a la actual. La única manera de salir del hastío y despegarnos de la banalidad en la que nos encontramos, es abrirnos, como sociedad, a la eternidad. Este desafío es, pues, aquel que debemos con urgencia comunicar a nuestros jóvenes (y no tan jóvenes): que la verdadera revolución pasa, en primer término, por comprender –de la mano de san Agustín– que nuestro corazón estará inquieto, buscando respuestas e ilusiones en vano, dando palos de ciego y muchas veces desplegando violencia y miedo, hasta que no descanse en Él. He aquí algo (Alguien) por lo que realmente vale la pena vivir y morir.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/cristobal-aguilera-la-vida-que-vale-la-pena-vivir/
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