01 de enero, 2020
Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor
Puede ser un buen argumento para una película, pero no para el diseño de un sistema democrático que cumpla con la elemental tarea de defenderse a sí mismo y de defender a quienes creen en él.
Repasando mis reflexiones de los últimos años, compruebo que si hubiera que encontrar en ellas un factor común omnipresente, éste no sería otro que el de la cada vez más profunda crisis del sistema de gobierno que conocemos con el título de democracia representativa libertaria. Los síntomas son muchos, cada vez más frecuentes y más generalizados en todo el ámbito donde este sistema de gobierno es connatural, esto es, en el área geográfica ocupada por la que, a falta de mejor nombre, llamamos civilización judeo – cristiana occidental, la que cubre principalmente a Europa, América y la mayor parte de la Macro–Oceanía. Es evidente que, sobre todo en los últimos años, hemos entrado en lo que a principios del siglo XX Spengler clarividentemente llamó “la decadencia de Occidente”. Cuando se empieza a analizar la razón de esta decadencia, es fácil comprender que, tal como su teoría predijo, el motor de la descomposición es la incapacidad para enfrentar un determinado desafío que, en nuestro caso, no es otro que la imposibilidad de manejar con la estructura republicana democrática tradicional la suerte de democracia directa y multitudinaria provocada por la revolución digital informática.
Pero, sin duda, otro factor determinante de la decadencia es que el propio perfeccionamiento de los ideales democráticos acarrea el debilitamiento de las defensas del sistema ante los ataques de sus enemigos. La democracia tiende, como forma natural de su desarrollo, a extremar su respeto a la libertad personal y a la libre expresión de ideas, lo que le otorga a quienes buscan destruirla un enorme margen de impunidad para el asalto inicialmente dogmático, pero finalmente físico. Lo ocurrido recientemente en Chile es un buen ejemplo de lo señalado. De hecho, la existencia de ese espacio de impunidad conspirativa, al que podríamos bautizar como “estado inadvertido”, es determinante para las asonadas revolucionarias aun en el caso de que se trate de países en que las condiciones sociales en ningún caso las justifican objetivamente hablando. Lo ocurrido en Chile es otra vez un buen ejemplo de ello, porque explica el asombro de todo el mundo que universalmente ha expresado que jamás habría imaginado algo así en un país como el nuestro. Pero es que el gobierno actual llevó a tal extremo la condición de “estado inadvertido” que hizo posible lo inimaginable.
Ese peligroso estado de inadvertencia democrática, que conlleva el debilitamiento extremo del control ciudadano, es el resultado final de algunas concepciones que están contribuyendo como ningunas a la crisis del sistema democrático tradicional. La incapacidad para precisar el límite entre libertad y abuso de esta, entre represión legítima y necesaria y respeto a los derechos humanos, entre el resguardo a la libertad de expresión y el abuso de ella para generar manifestaciones que propician la violencia, ciertamente que se han convertido en una dolencia mortal para el sistema que nos ampara.
Esa dolencia, en mayor o menor grado, afecta a todas las democracias que merecen el nombre de tales. Claro que el efecto e indefensión de muchas de ellas está fuertemente mitigado por un pragmatismo algo hipócrita que puede detectar cualquiera que lo observe con objetividad. Suiza, que tal vez sea la democracia más perfecta y directa que existe, es también el estado más policial de la tierra y donde se hace verdad plena aquello de que “no vuela una mosca sin que la policía lo sepa”. Basta con observar lo que ocurre en Estados Unidos tras una balacera en un lugar público para darse cuenta de cuánto vale allí aquello de la violencia oficial desmedida que siempre denuncian los profesionales de la protección de los delincuentes.
¿Cuáles son los enemigos de la democracia? Hay algunos que no necesitan buscarse porque están a la vista, como son los miembros del Partido Comunista.
Tal vez el máximo exponente de esas debilidades conceptuales de los sistemas democráticos sea la formación de la ya tupida red de instituciones internacionales, entusiastamente financiadas por ella mismas, que bajo la cubierta de augustos templos de culto a los derechos humanos, recorren el mundo denunciando el accionar de los mecanismos de defensa de estos sistemas en países que luchan por consolidar regímenes libertarios. Se cuidan muy bien de interpelar a los muy poderosos y, por eso, se han terminado por convertir en templos de la hipocresía. ¿Se puede imaginar alguien al juez Garzón, por ejemplo, enjuiciando en España a Putin, a Trump o a Xi Jinping, cuando gana notoriedad internacional fácilmente aterrorizando a los Morenos, Bolzonaros o Piñeras de Latinoamérica? Inventores de los derechos sin deberes, jamás se han preocupado de los derechos humanos de las víctimas de los delincuentes y terroristas que corren a esconderse bajo sus aleros hasta por los rasguños que pueden sufrir durante sus fechorías.
Con todo, aunque es dudoso que la estructura republicana chilena resista la feroz acometida que ha sufrido, también es posible que sobreviva y gane el tiempo para reformarse y dar a luz una neo-democracia capaz de eludir el destino que Spengler le predijo. Si así fuera, en su diseño obligadamente tendrá que contemplar la creación de la estructura necesaria para dejar de ser un “estado inadvertido”, lo que implica un aparato policial, un servicio de inteligencia y un sistema judicial más severo que garantista y más rápido que moroso. Sobre todo, esa neo-democracia debe ser capaz de encarar con rigor la evidencia de que ningún sistema puede funcionar ni perdurar si está obligado a incorporar a sus enemigos en su funcionamiento. Si bien sus ideales humanistas la obligan a convivir con ellos, nada le impide excluirlos de su rodaje.
Pero, ¿cuáles son los enemigos de la democracia? La respuesta vendrá de las investigaciones acuciosas que deben seguirse para aclarar la gestación y el desarrollo de la asonada que le ha causado a Chile más destrucción y desprestigio que una invasión extranjera. Pero los hay que no necesitan buscarse porque están a la vista, como son los miembros del Partido Comunista. Basta con leer su manifiesto fundador y repasar su historia y su vinculación con las peores expresiones del marxismo–leninismo a nivel mundial, para saber que indefectiblemente se les encontrará en todas las intentonas de desestabilización democrática que ha vivido Chile. Basta esta consideración y el destino que han tenido las tres ocasiones en que participaron del gobierno para ponerse a estudiar con dedicación las memorias de Don Gabriel Gonzalez Videla, un presidente de la izquierda que vivió de cerca su inagotable conspiración antidemocrática.
Así pues, el dormir con el enemigo puede ser un buen argumento para una película, pero no para el diseño de un sistema democrático que cumpla con la elemental tarea de defenderse a sí mismo y de defender a quienes creen en él.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-durmiendo-con-el-enemigo/
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