Por Miguel A. Vergara Almirante (R)
A los militares procesados por violaciones a los DD. HH. usualmente se les endosan “crímenes de lesa humanidad”, figura que, además de ser jurídicamente inaplicable, evoca la imagen de sinestros torturadores de gente inocente. Por tanto, se dice, está bien que los culpables de tamañas aberraciones se pudran en la cárcel, no importando su edad ni las enfermedades que padezcan. Para ellos “ni perdón ni olvido”.
La realidad, sin embargo, es que una gran mayoría de los que han sido condenados –por hechos de hace más de 40 años, en un país absolutamente convulsionado– amén de haber tenido grados muy subalternos, no tuvieron participación alguna en actos de tortura. Simplemente cumplieron órdenes de detener o de trasladar a ciertas personas de un lugar a otro, o estuvieron en reparticiones en que se cometieron ilícitos y ahora son considerados “cómplices”, porque “debían haber sabido”. Ninguno de ellos enfrentó el dilema ético de cumplir o no una orden contra la que su conciencia se rebelaba, como ahora se les exige desde mullidos sillones.
Con todo, tales condenas serían imposibles en el marco de un debido proceso, pero el sistema penal antiguo al que los militares están sometidos le permite al juez llegar a la “convicción” de culpabilidad prácticamente a su amaño; por arbitrario aquel sistema fue derogado para el resto de los chilenos. Así, el eventual cierre de Punta Peuco que hoy nuevamente se ventila, vendría a confirmar que para los militares no hay justicia, sino venganza y ensañamiento.