Juan Lagos
«La permanencia de Nicolás Maduro en el poder no es simplemente el resultado del apoyo internacional o de la resiliencia de las dictaduras modernas. Es también, y quizás de manera crucial, el producto del silencio cómplice de ciertos sectores del progresismo».
La crisis en Venezuela bajo el régimen chavista es una de las tragedias más desgarradoras de nuestro tiempo. Desde que Chávez asumió el poder, el país caribeño tomó un trágico rumbo que inevitablemente los condujo a un colapso económico, social y político sin precedentes, que ha sumido a millones en la pobreza, el hambre y la desesperación. En medio de esta catástrofe que dolorosamente no parece tener un fin claro, surge una pregunta crucial: ¿Qué sostiene a Maduro en el poder a pesar de la evidente devastación que su régimen ha causado en la vida de los venezolanos?
Dos factores surgen a primera vista: la complicidad criminal de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y la red internacional que ampara a Maduro. En cuanto a esta última, Javier Moro, en su libro Nos quieren muertos, relata que, según Leopoldo López, Maduro sigue en el poder «por el apoyo que recibe de Rusia en el ámbito militar; de China, en el financiero; de Irán, en el energético; de Cuba, en la seguridad y de Turquía, en la minería y en el tráfico de oro». En definitiva, «Maduro es parte de un engranaje mundial mucho más grande que el propio Maduro». Esto es absolutamente cierto y es la clase de intervencionismo que no parece incomodar a la izquierda chilena.
A esto deberíamos agregar la interesante reflexión que Moisés Naím hace en Lo que nos está pasando: 121 ideas para escudriñar el siglo XXI: «El mundo ha perdido la capacidad de erradicar a sus dictadores. La falta de opciones atractivas y riesgos tolerables que resultan de la pérdida del poder los ha llevado a redoblar sus esfuerzos para repeler los intentos de sacarlos. Así, los dictadores de hoy son derrocados con menos frecuencia que los de ayer y, cuando se van, dejan un caos difícil de gobernar».
Con todo, los párrafos precedentes no deberían ser lapidarios para las esperanzas de los venezolanos que sueñan con su patria libre. Es cierto que las fuerzas armadas se han mantenido firmes junto a Maduro, pero los vínculos criminales son siempre frágiles y la convergencia de intereses puede desaparecer de un día para otro. Lo mismo pasa con las relaciones internacionales, puede llegar el día en que Maduro sea un engranaje demasiado costoso para las potencias que ahora lo amparan.
Sin embargo, uno de los factores más subestimados que contribuyen a la permanencia de Maduro en el poder es el silencio cómplice de ciertas figuras del progresismo internacional.
Estas voces, que dicen estar comprometidas con la defensa de los derechos humanos y la democracia, a menudo adoptan una postura de neutralidad o incluso de apoyo al régimen. Este fenómeno no es nuevo; se ha visto en otros contextos donde el discurso progresista se ha alineado con regímenes autoritarios bajo la excusa de oponerse al «imperialismo» occidental. Sin embargo, en el caso de Venezuela, este silencio y retórica evasiva son particularmente perniciosos.
Ante el evidente fraude electoral perpetrado por Maduro, evitar su abierta condena y en su lugar ofrecer frases para el bronce del tipo: «sólo a través de la transparencia y la honestidad en el proceso electoral se puede construir una sociedad democrática y justa» es sólo funcional al régimen chavista. Solicitar que ahora se transparenten las actas, como si eso subsanara el fraude, es solo darle más oxígeno a la farsa. Confiar en que cualquier controversia electoral será resuelta por tribunales imparciales en Venezuela es una broma de muy mal gusto para los venezolanos. Este tipo de retórica, que puede parecer principista, en realidad sirve para perpetuar el statu quo y proteger a un régimen que viola sistemáticamente los derechos humanos.
La realidad es que este silencio cómplice es una forma de complicidad activa. No se trata sólo de omisión, sino de una elección consciente de priorizar una agenda ideológica sobre los principios universales de derechos humanos y democracia. Esta actitud no sólo es moralmente reprobable, sino que también tiene consecuencias prácticas devastadoras para el pueblo venezolano. La crisis humanitaria en Venezuela es una de las peores en la historia reciente de Hispanoamérica, y el silencio de aquellos que podrían influir en la opinión pública y la política internacional es un factor que contribuye a la prolongación de esta tragedia.
En definitiva, la permanencia de Nicolás Maduro en el poder no es simplemente el resultado del apoyo internacional o de la resiliencia de las dictaduras modernas. Es también, y quizás de manera crucial, el producto del silencio cómplice de ciertos sectores del progresismo. Este silencio, disfrazado de neutralidad o respeto a la soberanía, es en realidad una forma de apoyar el que todo siga igual y perpetuar la opresión. Es hora de que la comunidad internacional, y en particular aquellos que se consideran defensores de la justicia y los derechos humanos, adopten una postura clara y firme contra el régimen de Maduro. El silencio no es una opción moralmente válida; es una elección que perpetúa la injusticia y el sufrimiento.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/que-sostiene-a-maduro/
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