Gastón Escudero P.


Cuenta el libro del Éxodo que, después de que el pueblo de Israel abandonara Egipto y hubiese llegado a la región del Sinaí, Dios dio a Moisés los diez mandamientos instruyéndole que los transmitiese al pueblo, prometiendo además Su protección en caso de cumplirlos. “Haremos todo lo que ha dicho el Señor”, respondieron los israelitas. Después llamó Dios a Moisés aparte en el Monte Sinaí por 40 días, tiempo en que le impartió instrucciones precisas sobre el modo de cumplir los Mandamientos que esculpió en dos tablas de piedra. El Decálogo contenido en las Tablas de la Ley no eran normas provenientes de una voluntad despótica y caprichosa, sino algo así como un “manual de instrucciones” de un artículo electrónico dadas por el fabricante, es decir, normas de comportamiento que derivan de la propia naturaleza humana —adorar al Creador, honrar a los padres, respetar a los demás— cuyo cumplimiento asegura una vida social y personal ordenada y, por tanto, en paz y conducente a la felicidad. Así de sencillo. 

Pero, ante la tardanza de Moisés, el pueblo se impacientó y exigió –me imagino que mediante un acto que hoy llamaríamos “democrático”– a su hermano Aarón que le hiciera un dios, lo que este acogió –falto de carácter el hombre– pidiéndoles sus objetos de oro con los que fabricó un toro o becerro, símbolo de la divinidad en los pueblos antiguos. “Después el pueblo se sentó a comer y a beber, y luego se levantaron para divertirse”, cuenta el relato bíblico. 

Un querido profesor de mi colegio decía que el tiempo tenía mucho de cíclico pues la historia humana tiende a repetirse. ¡Cuánto me he acordado de sus palabras a propósito de la historia del becerro de oro y de nuestro actual proceso constituyente!

En efecto, cuando los redactores de la Constitución de 1980 se vieron enfrentados al desafío de diseñar una Carta Magna que permitiera una sociedad en orden, paz y prosperidad material y espiritual, miraron la historia de Chile —especialmente la del siglo XX—, se preguntaron por los errores cometidos y buscaron criterios que permitiesen evitarlos en el futuro, todo desde la perspectiva del orden natural (o naturaleza humana). Así fue como en los primeros artículos de la nueva Constitución quedó reconocida la dignidad y libertad de las personas, el rol de la familia como núcleo fundamental de la sociedad y el rol del Estado como servidor de las personas y no al revés. Y así fue también como concluyeron que una de las causas del quiebre institucional de 1973 fue el excesivo crecimiento del aparato estatal desde la década de 1930, que terminó por ahogar las libertades personales impidiendo la articulación de la sociedad en torno a las sociedades menores que las personas crean para el despliegue de sus potencialidades. El remedio que idearon esos hombres sabios fue establecer, como una de las bases de la institucionalidad, el principio de subsidiariedad, que garantiza la adecuada autonomía de los cuerpos intermedios y prescribe el deber del Estado de intervenir en la vida social solo en subsidio de aquellos y cuando sea necesario para el bien común. 

El resultado de haber adoptado una Constitución basada en el respeto de la naturaleza humana fue que, en las cuatro décadas posteriores a su entrada en vigencia, el país experimentó la mayor prosperidad de su historia, por supuesto gracias al trabajo, esfuerzo y disciplina de la mayoría de sus habitantes y el ordenado funcionamiento de sus instituciones. 

Pero al mismo tiempo que ello ocurría, el pueblo se fue impacientando debido a que los intrigantes que nunca faltan sembraron la cizaña de ideas que nada tienen que ver con el orden natural. Así fue como resucitaron viejas ideas acerca de la necesidad de que el Estado se haga cargo de  las vidas de las personas, de que la igualdad es más importante que la libertad, de que los problemas públicos requieren solamente soluciones públicas, etc. Y así fue también como esos “sembradores de cizaña” (término que mi profesor solía usar) introdujeron nuevas ideas que tampoco obedecen el orden natural y son todo ideología: que los caprichos individuales constituyen derechos que deben ser garantizados por el Estado, que existen distintos tipos de matrimonio y de familia todos de igual valor y relevancia para el orden social, que los padres no tienen el derecho preferente sobre la educación de sus hijos, que Chile no es un país de raíz hispano cristiana sino la mezcolanza de distintos pueblos y con mayor importancia de los pueblos originarios (cualquier cosa que esto signifique), que los vicios individuales son productos de la sociedad opresora y que en consecuencia no corresponde sancionar las conductas que dañan el orden social, etc. 

Cuando, a raíz de la insurrección de octubre de 2019, los políticos de izquierda y derecha se “sacaron los balazos” creando un mecanismo para cambiar la Constitución, los progresistas se encontraron con la maravillosa oportunidad de plasmar sus ideas en una nueva Carta Magna. Como resultado, hoy acudimos al espectáculo de una asamblea vulgar (de “vulgo” o “pueblo”) que intenta fabricar un becerro de oro bajo cuya mirada y auspicio el pueblo se ponga a comer, beber y divertirse. 

El final de la historia lo puede usted encontrar, estimado lector, en el capítulo 32 del libro del Éxodo, pero le daré un adelanto: al volver Moisés del Sinaí, destruyó el becerro y, con la minoría de hombres que se mantuvieron al margen de la estupidez colectiva, puso orden eliminando a muchos de los descarriados y, con el resto, siguió camino a la tierra prometida. Me parece que nuestra aventura de la nueva Constitución terminará de la misma manera porque, como decía mi querido profesor, la historia tiende a repetirse.

Fuente: https://viva-chile.cl/2021/09/nueva-constitucion-o-becerro-de-oro/

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