2 abril, 2021 

 

 

 

 

 

Patricio Navia
Sociólogo, cientista político, académico UDP


El país está crispado y hay poca disposición a conversar, dialogar y debatir. Irónicamente, mientras más pide la gente una nueva constitución, menos dispuestos están a sentarse a una mesa para ponerse de acuerdo con aquellos que piensan diferente.


El 16 de junio de 1858, en uno de sus discursos más polémicos y recordados, al aceptar la nominación para la candidatura presidencial del Partido Republicano, Abraham Lincoln citó una frase de Jesús en los evangelios para recordarle a los estadounidenses que una casa dividida contra sí misma, cae. El complejo momento por el que atraviesa hoy Chile debiera hacernos recordar que, a menos que seamos capaces de ponernos de acuerdo y empujar todos en la misma dirección, el futuro del país será mucho menos auspicioso de lo que debe ser.

La pandemia golpeó a Chile en un momento de mucha crispación y polarización. A partir del estallido social de octubre de 2019, una gran cantidad de chilenos se dejó llevar por los cantos de sirena refundacionales de aquellos que se negaban a reconocer el enorme progreso que experimentó el país desde el retorno de la democracia en 1990. La obsesión por desconocer los enormes avances que tuvo Chile y las descaradas mentiras sobre la realidad nacional (que Chile es el país más desigual del mundo o que la desigualdad ha empeorado) llevaron a la gente a comprarse un diagnóstico equivocado de la realidad. Peor aún, muchos se convencieron de que el país necesita un cambio profundo de rumbo. Como la clase política ofreció a la gente el proceso constituyente como una píldora milagrosa que solucionaría los problemas del país —y como la gente genuinamente cree que, al poner ciertos derechos en la constitución, automáticamente mejorarán las pensiones y la cobertura de salud—, el estallido social alimentó una promesa de cambio radical que es imposible de materializar.

Como la clase política engañó a la ciudadanía vendiéndole una píldora milagrosa para los problemas de desigualdad y de insuficiente desarrollo que tiene el país —algo parecido a las gotitas que promueve Nicolás Maduro para combatir el coronavirus— la gente está todavía esperanzada de que el camino del proceso constituyente nos llevará a la tierra prometida. Es más, lo que pudo haber sido una opción razonable para mejorar la institucionalidad política se ha convertido en un dogma de fe que no resiste análisis. Los que advierten sobre los riesgos del proceso, sobre sus problemas de diseño o sobre las externalidades negativas que traerá al presupuesto nacional generar una larga lista de nuevos derechos sociales se convierten inmediatamente en enemigos de la patria y en defensores de un statu quo que ha sido ridiculizado al punto de que muchos efectivamente creen que el país no puede estar peor de lo que estaba en septiembre de 2019. Para esos fanáticos, ni siquiera las sabias palabras de la presidenta Bachelet que convirtió a la nueva constitución en la píldora milagrosa que solucionaría los problemas del país (“cada día puede ser peor”) ayudan a recordarles que, si bien el país se merece estar mucho mejor, la realidad de los países promedios de América Latina es mucho peor a la que tenía Chile antes del estallido social. Y aunque nos creamos superiores, no podemos descartar que, si las cosas no salen bien, volvamos a estar en el promedio de la región en términos de desarrollo y pobreza.

Aquellos que son capaces de leer la historia de América Latina y aprender de las lecciones que nos dan las decenas de fallidos experimentos constitucionales que ha tenido la región comprensiblemente están un poco más escépticos sobre el resultado del proceso constituyente. Después de todo, la experiencia regional nos dice que, si bastara una nueva constitución para terminar con los males del país, América Latina ya sería la región más desarrollada del mundo producto del excesivo número de constituciones que se han redactado en el continente. Pero advertir que cada constitución nueva en la región ha sido más larga, compleja y contradictoria que aquella a la que remplazó convierte al mensajero de las malas noticias en un enemigo de la patria o un agente de los poderes fácticos.

El país está crispado y hay poca disposición a conversar, dialogar y debatir. Irónicamente, mientras más pide la gente una nueva constitución, menos dispuestos están a sentarse a una mesa para ponerse de acuerdo con aquellos que piensan diferente. En este ambiente de polarización y confrontación, el discurso de Abraham Lincoln 163 años atrás debiera ser una advertencia para todos aquellos que quieren un país donde quepamos todos y no sobre nadie.

La agresividad que reina en el ambiente en Chile, y que se evidencia en la violencia verbal y en los ataques entre gobierno y oposición en el momento en que la pandemia golpea con tanta fuerza —pero también cuando la campaña de vacunación permite anticipar que hay una luz al final del túnel— debieran hacernos recordar que una casa dividida contra sí misma no podrá mantenerse en pie. Aunque la pandemia representa una amenaza inmediata y poderosa, la amenaza mayor que enfrenta Chile hoy es convertirse en una casa dividida contra sí misma.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/patricio-navia-una-casa-dividida-contra-si-misma/

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