5 marzo, 2021 

 

 

 

 

Eleonora Urrutia
Abogada


Se trata de medir un mismo comportamiento con balanzas distintas; de mirar a través del cristal conveniente, no para ver realidades sino para ser infectados por una realidad ya interpretada. Dicho más directamente, de arremeter contra la igualdad ante la ley y la decencia ante la inteligencia y la verdad. Es el método más eficaz para acabar con la democracia.


Después de una elección marcada por importantes irregularidades en la votación, Estados Unidos enfrenta el dilema de equilibrar la facilidad del voto con la confianza en su resultado. El acceso a una boleta electoral es, sin dudas, importante, pero también lo es mantener su integridad. Por lo mismo, si bien reformar los sistemas electorales a favor de nuevas tecnologías y realidades resulta sensato, la democracia tiene que ser defendida no por afuera del sistema, porque ello significaría ir contra sí misma, sino con más democracia, es decir, aplicando la ley sin titubeos, dilación o complejo, en particular contra aquellos que quieren usarla para sus propios fines y acomodarla a su propia versión de lo que las cosas deben ser. Sin obediencia a las leyes, mal puede haber democracia.

Según la Constitución americana, las elecciones se rigen a nivel estatal. Los Padres Fundadores limitaron el papel del Congreso en la conducción de las elecciones por una buena razón: querían se administraran más cerca de la gente, libres de la influencia indebida del gobierno nacional. Cada estado está obligado a nombrar electores presidenciales “de la manera que su legislatura pueda ordenar”. Muchas de las irregularidades más preocupantes de la pasada votación del 3 de noviembre en efecto tuvieron lugar en estados que dejaron de lado las leyes promulgadas por las legislaturas a favor de cambios radicales ordenados por gobernadores, secretarios de estado y tribunales.

Pero desafortunadamente los demócratas han optado por impulsar un descarado intento de nacionalizar las elecciones en flagrante desprecio de la Constitución. La Cámara de Representantes y el Senado reservaron sus primeros proyectos de ley, H.R.1 y S.1, para reformas en los sistemas de sufragio de tal magnitud que harán lucir incuestionables a las votaciones por correo en un año de plagas.


Ya se sabe, mientras más distancia existe entre la persona que emite el voto y la urna, mayor la probabilidad de fraude.


Ayer la Cámara de Representantes votó 220 a 210 -sin un solo apoyo republicano y con un demócrata en contra- la HR1, llamada Ley del Pueblo, un proyecto de reforma electoral masiva de 800 páginas que aumentará las oportunidades de fraude electoral, pisoteará la Primera Enmienda, erosionará aún más la confianza en las elecciones y diluirá para siempre la figura del votante elegible legalmente calificado. Su destino permanece incierto en la Cámara Alta. Entre otros atropellos, se obliga a los estados a adoptar boletas universales por correo, a la votación anticipada, al registro de votantes el mismo día, en línea y automático para cualquier persona que figure en las bases de datos de algún nivel de gobierno y a contar votos que lleguen hasta diez días después de la elección. Deben permitir la recolección de boletas mediante operativos pagos en lugares como hogares de ancianos, exponiendo a los votantes más vulnerables a la coerción y aumentando el riesgo de manipulación de las boletas. Ya se sabe, mientras más distancia existe entre la persona que emite el voto y la urna, mayor la probabilidad de fraude. Al mismo tiempo, se prohibirá a los funcionarios electorales estatales y locales verificar la elegibilidad y la identificación de votantes y los distritos del Congreso serán rediseñados por burócratas no electos e irresponsables. Tanto los inmigrantes ilegales como los ciudadanos estadounidenses respetuosos de la ley recibirían una representación equitativa en el Congreso, y los delincuentes podrán votar en el momento en que salen de la cárcel.

Si este proyecto de ley hubiera sido impulsado por Trump y los republicanos, habrían sido acusados –incendios y destrucciones mediante– de nazistas con pretensiones totalitarias. Pero como esta reforma proviene de Biden y los demócratas, es política normal y sensata.

Así con todo, y también con sus primeros actos de gobierno. Cuando la administración de Trump detuvo a niños que habían cruzado ilegalmente la frontera mexicana, fue publicitado literalmente como fascismo y los centros de detención de niños como “campos de concentración”, según Alexandria Ocasio-Cortez. Cuando lanzó bombas sobre Oriente Medio fue tildado de belicista loco dominado por la lógica imperial de sus inclinaciones de extrema derecha. En cuanto a los ataques a las fuerzas iraníes, en particular al principal comandante militar de Irán, Qasem Soleimani, algunos izquierdistas y progresistas lo sostuvieron como prueba de cuán trastornado se había vuelto el trumpismo. #WorldWar3 fue tendencia en Twitter. “¿Podría la tensión entre Estados Unidos e Irán desencadenar la Tercera Guerra Mundial?”, preguntaba un titular.

¿Y ahora? Bueno, ahora Biden y algunos de sus principales asesores y partidarios están haciendo todo lo anterior, como enjaular a niños que cruzan ilegalmente la frontera de México y bombardear el Medio Oriente, solo que ya no es fascismo. Es política sensible y aceptable. No deja de ser asombroso que las políticas puedan pasar de ser literalmente nazismo a ser una acción estándar dependiendo del nombre y del partido de quien las firma.

Rasar, esa operación que consiste en medir con idéntico afán y procedimiento cualquier grupo de cosas y hechos, también puede significar arrasar. Y así es. El doble rasero de la izquierda política, elitista y mediática es un modo de arrasar la inteligencia, la sensibilidad y la voluntad de las personas. Se trata de medir un mismo comportamiento con balanzas distintas.


Vivimos, pues, tiempos de mafias, de sectas, de tribus, de señores feudales ideológicos.


La aplicación del doble rasero en política es el síntoma inequívoco del sectarismo y el deseo de exterminio del adversario por el medio que sea. Se trata de que en una sociedad, pongamos por caso la americana, pero también es aplicable a la chilena, no haya valores ni criterios firmes aplicables a todos por igual. Se trata de mirar a través del cristal conveniente, no para ver realidades sino para ser infectados por una realidad ya interpretada. Dicho más directamente, se trata de arremeter contra la igualdad ante la ley y la decencia ante la inteligencia y la verdad. Se trata del método más eficaz para acabar con la democracia.

Pero a la izquierda se le perdona lo que se reprocha a todos los demás. Véase si no el caso del alcalde de New York, Andrew Cuomo, y sus escándalos de todo tipo, muertos en exceso en pandemia, machismos insoportables y financiaciones irregulares. Nada de investigación parlamentaria ni cancelación y mucho blindaje mediático. El espectáculo y la condena político-audiovisual se reserva sólo para los republicanos – podría decirse conservadores o liberales y aplicarse a cualquier país – que son un partido perverso e inmoral de por sí mientras que los demócratas y su cúpula son proyectados como víctimas de conspiraciones. Eso de que quien la hace la paga no vale para todos. Trump es calificado de extremista, aunque los que golpean a sus militantes son izquierdistas. O naciones sólo son las regiones separatistas y sus grupos terroristas, porque los países como Estados Unidos o España no son más que un invento opresor, diga lo que diga la historia. Es más, defender las insurrecciones es democrático, pero defender la república es reaccionario y dictatorial.

No nos confundamos, sin embargo, y para volver a la reforma del sistema electoral. La democracia es igualdad ante la ley y ante el futuro mediante el voto individual, en la suposición de que los ciudadanos tienen acceso a la verdad rasada, no arrasada, de las cosas. ¿Es posible un voto libre donde triunfa el doble rasero sobre el examen racional y equilibrado de los hechos?

Ese doble rasero, repicado hoy en escuelas, universidades, prensa, televisión, redes sociales y demás medios de influencia es un crimen intencionado contra la democracia. La mata por confusión, por perversión y por desmoralización. No se sabe qué es moral y qué no. Mejor dicho, sólo es moral lo que dicen y hacen los nuestrosNo hay nada objetivo y común.

Vivimos, pues, tiempos de mafias, de sectas, de tribus, de señores feudales ideológicos. Y tales entes son incompatibles con el desarrollo democrático de una República y un Estado de Derecho, que es lo que se quiere, claro.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/eleonora-urrutia-el-doble-rasero-moral-de-la-izquierda/

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