16 febrero, 2021 

 

 

 

 

 

Vanessa Kaiser
Candidata a concejal por Las Condes


El descaro de quienes, como Pérez, transforman en capital político la desgracia de otros- sea la desafortunada caída de un joven al Mapocho o la muerte del malabarista-, muestra la novedad del discurso de una izquierda hechizada por la necrofilia política. La gravedad del asunto radica en que la necrosis se está extendiendo de modo irrefrenable a lo largo y ancho del tejido social en uno de los momentos más decisivos para la historia de nuestro país.


Algunos celebran el día de San Valentín, otros rinden culto al angelito que flecha a dos personas con el mismo veneno intoxicándolas de extraños humores que ciegan, ensordecen y dejan mudas la reflexión, los cálculos y las conveniencias. En ambos casos los honores son para el amor, que en la esfera pública tiene su manifestación en la amistad cívica. Y como la palabra es el fundamento de la política, vale la pena hacerse la pregunta por el sustrato afectivo que subyace al discurso de nuestros líderes en estos días previos a las elecciones de constituyentes.

Si entramos en comparaciones, no es necesario hacer gran esfuerzo para darse cuenta que, en el último tiempo, el mensaje de la izquierda ha sufrido la mayor transformación de todo el espectro político. Ciertamente, continúan presentes entre sus titulares la tradicional lucha de clases, así como la nunca bien ponderada justicia social. En contraste con los despiadados explotadores sigue habiendo defensores del pueblo cuya bondad emana sin restricciones. “Igualdad a cualquier precio” es su lema nunca confesado. ¿O es que el discurso de la igualdad no ha conducido en todos los casos a la pauperización extrema de las condiciones de vida de quienes dice querer beneficiar? La respuesta es un sí categórico y sin matices.

Alguien querrá discutir a la luz de la experiencia de países europeos y asiáticos que efectivamente han disminuido las brechas de desigualdad. Pero lo que ese tipo de interlocutores no acepta es que el propósito de las políticas públicas en esos países no está centrado en la igualación de los ciudadanos, sino en una mejora significativa de sus condiciones de vida. La igualdad no es más que una consecuencia de buenas regulaciones, Estados y políticas eficientes, mercados competitivos y escasa corrupción. Esas son algunas de las condiciones siempre necesarias y nunca suficientes que comparten los países desarrollados con bajos índices de desigualdad. El discurso de sus élites pone énfasis en el crecimiento y en la disposición de sus precursores a trabajar duro por lograrlo.

Muy distinto es el caso de quienes promueven la igualdad alimentando el odio. La mayor diferencia entre unos y otros radica en que para igualar no hay que hacer ningún esfuerzo considerable, basta con destruir valor, subir impuestos, aranceles, legislar en contra de la flexibilidad del mercado laboral, etc. Así, mientras la fórmula para el servidor público que tiene una verdadera vocación es ahorro, trabajo duro, focalización, eficiencia y eficacia, para el político flojo se reduce a quitarle a unos y darle a otros siguiendo al pie de la letra el viejo proverbio que reza que “al que reparte le toca la mejor parte”.

Hasta este punto no vemos nada nuevo bajo el sol; el problema es que la flojera de los igualitaristas debe justificarse para dar al latrocinio un aspecto de bondadosa acción justiciera tipo Robin Hood. (Tenga presente que Hood devolvía al pueblo los recursos que un régimen abusivo le había quitado. De ahí que sólo la ignorancia pueda explicar que alguien crea el cuento de los igualadores. Puesto que no reparten a lo Robin Hood, sino que expropian y usurpan lo ajeno hasta transformarse en monarcas absolutos).

De memoria nos sabemos el discurso maniqueo de la izquierda tradicional. Los buenos son pobres, los malos, ricos y, en el caso de Chile, viven concentrados en tres comunas. Lo nuevo en el mensaje no es la destrucción de la amistad cívica que Aristóteles consideraba el tejido fundamental de la ciudad, sino el total abandono del amor en cualquiera de sus formas. Ni amor por el mundo, ni por el prójimo; tampoco amor por sí mismo o por la vida. El discurso de la izquierda del siglo XXI es miserable. Se olvidaron de dar gracias a la vida, así como de desalambrar para Pedro y María, Juan y José. Nunca más les importó el niño Luchín o le pidieron a Dios que el dolor no les fuera indiferente.

Los obligados a emigrar por el hambre y la dictadura socialista de países vecinos tampoco conmueven a los igualadores. Casi podemos afirmar con certeza que nadie en la izquierda chilena cree que un venezolano tenga derecho a tararear la famosa canción de Illapu cuyo estribillo reza: “vuelvo amor vuelvo, vuelvo a vivir en mi país”.

Y si el amor ha perdido su lugar en el discurso de la nueva izquierda, cabe preguntar qué lo ha reemplazado. Lamentablemente, no existe una figura mitológica que represente al anticupido. Tampoco se trata simplemente de contraponer al amor el odio tan bien sembrado por los igualadores. Y es que, hoy en día, el discurso de la izquierda presenta algo novedoso que podemos describir como un abrazo con la destrucción de la vida. No más Luchines jugando con su pelota de trapo, todos deben ser abortados si es que no existe una seguridad de la cuna a la tumba.

Pero no se trata sólo de la destrucción de la vida del que está por nacer o, como lo hacen ciertos grupos de feministas, cambiar el juego de la pelota por patear muñecas en las calles. En su nuevo discurso el ansia irrefrenable de la izquierda por más muertos se torna cada día más evidente. Botón de muestra son las declaraciones de Catalina Pérez, diputada RD, quien justifica la quema de propiedad pública y privada como respuesta justiciera a que en Chile la vida de un pobre carezca de valor. Como si no fueran los más pobres las primeras víctimas de la falta de Estado de Derecho, quienes más sufren con la delincuencia y los invisibilizados por el discurso igualitarista que enarbola un despilfarro sin focalización del gasto.

El descaro de quienes, como Pérez, transforman en capital político la desgracia de otros- sea la desafortunada caída de un joven al Mapocho o la muerte del malabarista-, muestra la novedad del discurso de una izquierda hechizada por la necrofilia política. La gravedad del asunto radica en que la necrosis se está extendiendo de modo irrefrenable a lo largo y ancho del tejido social en uno de los momentos más decisivos para la historia de nuestro país. 

Fuente: https://ellibero.cl/actualidad/vanessa-kaiser-necrofilia-politica/

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