26 de enero, 2020
Mauricio Rojas
Director de la Cátedra Adam Smith de la UDD y
Senior Fellow de la Fundación para el Progreso
Estamos frente a un vacío de liderazgo y representación que tiende a ser llenado por una gran diversidad de nuevos actores sin mucha más legitimidad que el no pertenecer a la élite (o al menos así tratan muchos de hacernos creer) y ser capaces de hacerse escuchar mediante la fuerza, y en muchos casos la violencia con que irrumpen en el espacio público alterando la normalidad.
La historia no se repite, pero rima
¿Estamos tropezándonos de nuevo con la misma piedra? ¿Estamos confirmando la célebre frase de Santayana que dice que aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo? ¿Vamos una vez más hacia el despeñadero de polarización y odio en el que sucumbió nuestra democracia en 1973? ¿Estamos acaso repitiendo aquel camino fatídico que Radomiro Tomic resumió de la siguiente manera en carta al general Carlos Prats de agosto de 1973?: “Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero”.
Chile es hoy, qué duda cabe, un país muy diferente al de comienzos de los años 70 y sus problemas y urgencias corresponden a sociedades que se encuentran en niveles totalmente distintos de desarrollo. El país pobre y mediocre de entonces se ha transformado en una sociedad de clases medias que ha liderado el progreso de nuestra región. También su entorno internacional ha cambiado drásticamente, alejándonos de aquel clima de guerra fría que condicionó, de manera determinante, el intento revolucionario chileno de aquellos tiempos. Sin embargo, más allá de estas y otras diferencias evidentes, hay fenómenos que recuerdan inquietantemente aquellos tiempos tristes.
Se trata, en particular, de cinco hechos clave que se analizarán a continuación: la pulsión refundacional, la polarización política, la irrupción de la violencia, la formación de un polo insurreccional y el deterioro institucional.
Puede que la historia no se repita, pero ha empezado a rimar de una manera altamente preocupante. Por ello, no está demás hacer un ejercicio de memoria histórica comparativa que, ojalá, nos llame a enmendar el rumbo y evitar que nuevamente nuestra democracia se encamine, con la drástica expresión de Tomic, “al matadero”, sobre lo cual se dirán algunas palabras hacia el final de este texto.
La pulsión refundacional
Característico del desarrollo político de los años 60 y 70 del siglo pasado fue la irrupción y pugna entre propuestas refundacionales que pretendieron darle un corte revolucionario a la evolución histórica del país para construirlo sobre bases completamente nuevas. Frente a este impulso, las posiciones pragmáticas y reformistas, basadas en la búsqueda de un progreso paulatino a través de negociaciones y acuerdos, perdieron vigencia y el país se encarriló hacía una lucha política donde todo estaba en juego y la perspectiva de ser arrasado por el adversario se hacía inminente.
La refundación del país implicaba, para los sectores radicales tanto de derecha como de izquierda, pasar la retroexcavadora sobre nuestro sistema económico-social y, no menos, sobre nuestra democracia, que fue considerada como ineficiente y corrupta por unos y falsa, burguesa y opresora por los otros. Tal como lo hace en nuestros días la Mesa de Unidad Social: “Es evidente que la actual democracia se muestra cada vez más insuficiente y no sirve a los intereses populares” (Manifiesto Fundacional de Unidad Social de agosto de 2019).
La diferencia es que hoy no existen, después del colapso de los experimentos socialistas y el descrédito generalizado de la experiencia chavista, modelos alternativos de sociedad que orienten la propuesta refundacional de la izquierda revolucionaria. De parte de estos sectores, prácticamente todo se define como una negación del sistema socioeconómico existente y para muchos su demolición parece haberse convertido en un fin en sí mismo. De esta manera, el impulso nihilista o simplemente destructivo tiende a primar sobre el propositivo o constructivo, impulsando y dándole justificación a ese tipo de violencia vandálica que hemos visto desplegarse con fuerza inusitada en los meses recién pasados.
Una sociedad de enemigos
El segundo fenómeno, aún más grave que el anterior, que recuerda los hechos que condujeron a la debacle de 1973 es el deterioro de la civilidad y la polarización del país, que se va convirtiendo en un verdadero campo de batalla entre enemigos dispuestos a difamarse, atacarse, agredirse y, finalmente, aniquilarse los unos a los otros. Esta pendiente de incivilidad por la que se deslizó el país desde fines de los años 60 fue la condición indispensable del golpe militar con el que culmina aquel período.
La lección de este proceso de autodestrucción de la democracia es que la misma no puede sobrevivir si se extinguen sus condiciones imprescindibles de existencia, que no son otras que la tolerancia, el respeto a la legalidad, una amistad cívica que hace posible el diálogo entre personas que piensan distinto y, no menos, una voluntad de llegar a acuerdos y forjar consensos amplios que le den garantías al adversario de que no será arrasado por su oponente.
En resumen, sin civilidad no hay democracia posible y eso es lo se ha deteriorado de una manera aguda a partir del 18 de octubre. La diferencia es que lo que entonces tomó años en desarrollarse, pasando paulatinamente de la agresión verbal a la física, en esta ocasión ha irrumpido con una velocidad vertiginosa y de manera conjunta.
La normalización de la violencia
Lo anterior nos lleva al tercer punto que recuerda los acontecimientos que desembocaron en el 11 de septiembre de 1973: la irrupción, justificación y normalización de la violencia como método de acción político-social. Ello tuvo una larga historia en el Chile pre 1973, en la que se fue, paulatinamente, tolerando, legitimando y, finalmente, normalizando el uso de la fuerza para manifestar e imponer puntos de vista, demandas o proyectos sociales.
Este proceso marcó, de manera decisiva, el desarrollo de nuestro país a partir de 1967, yendo desde la masificación de las tomas (de terrenos, universidades, escuelas o fábricas) y los enfrentamientos callejeros hasta la declaración de parte de un actor tan relevante de la política chilena como lo era el Partido Socialista de que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima” y “constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico” (resolución unánime del Congreso de Chillán de 1967). Los años subsiguientes vieron generalizarse el uso de la fuerza y la violencia como métodos de acción política, con actores que se ubicaban en ambos lados del espectro político y amenazaban de hecho el monopolio legítimo de su uso por parte de los agentes del Estado. Incluso se llegó al extremo de la formación de una guardia presidencial fuertemente armada al margen de las fuerzas de orden y seguridad de la República.
La diferencia de hoy es la amplitud y velocidad de la irrupción y normalización de la violencia que ha caracterizado los últimos meses. Sin embargo, cabe recordar que los hechos más recientes fueron precedidos por la aceptación y el acostumbramiento al accionar violentista en La Araucanía o en centros emblemáticos de educación como en Instituto Nacional junto al creciente dominio territorial de delincuentes y narcos (el Observatorio del Narcotráfico en Chile, dependiente de la Fiscalía Nacional, estimó que más 400 barrios estaban controlados por las bandas de narcotraficantes en 2017).
Con todo, lo ocurrido desde el 18 de octubre no tiene precedentes, en particular por la extensión, así como por el carácter disperso y tremendamente destructivo que ha asumido el estallido de violencia desbordando de manera palmaria y prolongada a las fuerzas del orden. Es triste constatarlo, pero es evidente que la violencia le ganó la partida al Estado de Derecho, transformándose en un hecho clave de nuestro devenir político a partir de la ola de atentados de octubre.
El polo insurreccional
El cuarto elemento que es pertinente mencionar en este contexto es la formación de un amplio conglomerado de fuerzas orientadas hacia la destrucción inmediata del sistema imperante. Este “polo insurreccional” fue estructurado de una manera mucho más política en los años 60 y comienzos de los 70, yendo desde las tendencias dominantes del Partido Socialista, en particular sus elementos guerrilleristas que cobraron gran peso orgánico a partir del Congreso de La Serena de 1971, al MIR y otros grupos de extrema izquierda, pasando por sus diversos frentes y organizaciones de masas. Se trataba, por lo tanto, de un polo de corte claramente revolucionario que aspiraba a la toma insurreccional del poder. En este contexto, una importante voz discrepante que trató de contener o al menos moderar el accionar de este polo insurreccional fue, fuera del mismo Salvador Allende, el Partido Comunista, encuadrado por ese entonces dentro del marco de las políticas soviéticas de coexistencia pacífica y respeto a la división hegemónica del mundo entre la Unión Soviética y los Estados Unidos.
En el caso actual se observan una serie de diferencias importantes: el polo insurreccional es mucho menos político y tiene una dispersión notable, tanto en lo orgánico como en su inspiración ideológica y sus propósitos. Su extensión va desde el Partido Comunista y otros partidos y movimientos de izquierda radical, incluyendo un fuerte y novedoso componente anarquista así como al feminismo radical, hasta las barras bravas y las bandas criminales asociadas al narcotráfico que han asumido un gran protagonismo como organizadoras de las acciones más violentas. Entre sus componentes centrales se encuentran también diversas organizaciones sociales con directivas radicalizadas, como muchas de las reunidas en la Mesa de Unidad Social y otras enraizadas en el mundo estudiantil como la ACES.
Se trata de una multitud de “tribus antisistema” que confluyen y se apoyan mutuamente, sin por ello estar orgánicamente coordinadas ni ideológicamente unificadas, en el ataque a la institucionalidad usando una gran diversidad de medios, que van desde la promoción o apoyo de acusaciones contra distintas autoridades en el Congreso hasta la infiltración de las grandes manifestaciones pacíficas de descontento ciudadano, la guerrilla urbana, la destrucción vandálica de espacios públicos, el saqueo y los atentados incendiarios de carácter terrorista.
La movilización y sincronización de este accionar tiene una morfología dispersa e inestable, propia de las redes sociales y una insurgencia con niveles considerables de espontaneidad, lo que hace muy difícil tanto su comprensión como su contención. Sin embargo, lo más notable y significativo es la diversidad de objetivos estratégicos que se esconde detrás de su confluencia táctica. A grandes rasgos podemos distinguir dos grandes objetivos muy distintos: por una parte, tomarse el poder estatal, por otra, debilitarlo hasta hacerlo impotente.
Entre los sectores más políticos, es decir, el Partido Comunista y sus periferias frenteamplistas, la orientación es claramente hacia la conquista del poder estatal mediante el derrocamiento de los gobernantes actuales, lo que se concreta en la demanda de renuncia del Presidente, así como en un sinfín de acciones para hostigarlo, denigrarlo e incluso, como en el célebre caso del diputado comunista Hugo Gutiérrez, alentar de manera apenas velada la agresión en su contra. Ello junto a campañas sistemáticas de amedrentamiento de sus rivales y acoso a diversas autoridades y a las fuerzas del orden.
Muy distinto es el propósito de los grupos de orientación anarquista, cuyo antiestatismo es su componente ideológico central (así como su odio a la religiosidad que deriva en la profanación y quema de iglesias, con sus ejemplos clásicos de la España anterior a la guerra civil y sus tristes réplicas chilenas), pero también el de las organizaciones criminales cuyo objetivo fundamental es el debilitamiento del Estado y, en particular, de sus fuerzas policiales a fin de poder controlar y ampliar con plena libertad sus territorios por medio de sus propios aparatos de fuerza. Surge así una multitud de “Estados paralelos”, que se multiplican llenando el vacío que deja el Estado de Derecho en retirada y cuentan con un fuerte enraizamiento territorial y apoyo, voluntario o forzado, de muchos de quienes viven bajo su poder. Es desde esta base que este tipo de organizaciones acostumbra a corroer, corromper y, finalmente, someter a todo el resto de la organización social, tal como lo muestra el caso de los narcoestados latinoamericanos o la bien conocida experiencia de las mafias italianas.
En todo caso, hoy confluyen todas estas orientaciones muy diversas y se usan mutuamente, tal como también las usa a su manera, como elemento de presión, parte de la izquierda más moderada que de esta forma está jugando con un fuego letal que fácilmente puede hacerse incontrolable y del cual, dado el caso, difícilmente se libraría. La historia demuestra contundentemente que la violencia insurgente nunca ha sido clemente con los moderados que coquetean con ella para ganar ventajas momentáneas.
Este lamentable uso oportunista de la amenaza violentista se ha transformado en un argumento central de muchos de quienes proponen la opción Apruebo en el plebiscito de abril, como bien lo sintetizó recientemente la vicepresidenta de la DC y Coordinadora de la campaña “Yo Apruebo”, Carmen Frei, al decir que de no ganar la aprobación “vendrían tiempos muy difíciles para nuestro país”, sin entender que les puede salir el tiro por la culata en la medida en que más y más ciudadanos terminen reaccionando contra este impúdico chantaje que parece desentenderse de la responsabilidad conjunta que en una verdadera democracia se tiene por defender con absoluta firmeza el resultado de las urnas frente a quienes no lo acatan.
Debilitamiento institucional
Finalmente, el hecho decisivo de la crisis que llevó al golpe del 73 fue el agudo debilitamiento y deterioro institucional. Nuestras instituciones estatales, así como todo el entramado que sostenía nuestra democracia, terminaron penetradas y devastadas por la confrontación en marcha. Las instituciones republicanas se transformaron en una trinchera más de una guerra entre bandos opuestos y la legalidad fue sobrepasada reiteradamente o usada mañosamente incluso por la autoridad máxima del Estado. En consecuencia, la disputa política tendió a desplazar su eje fundamental fuera de las instituciones y de los cauces democráticos, dejando paso a “la calle” y al uso de la fuerza como instancias decisivas de canalización de las demandas de diferentes sectores y de resolución de los conflictos políticos.
En el caso actual, el desprestigio y debilitamiento extremo de las instituciones es algo evidente y se refiere no sólo a las instituciones estatales, sino que abarca desde los partidos políticos hasta las iglesias pasando por los medios de comunicación y las organizaciones empresariales y sindicales. Se trata de un proceso prolongado que ha culminado en nuestros días y que se caracteriza por el descrédito del conjunto de la élite del país.
Frente a este descalabro de las élites, la calle se hace protagónica y la acción directa desplaza a los mediadores políticos y las vías institucionales, tal como en gran medida ocurrió en 1972 y 73. Estamos, en otras palabras, frente a un vacío de liderazgo y representación que tiende a ser llenado por una gran diversidad de nuevos actores sin mucha más legitimidad que el no pertenecer a la élite (o al menos así tratan muchos de hacernos creer) y ser capaces de hacerse escuchar mediante la fuerza, y en muchos casos la violencia con que irrumpen en el espacio público alterando la normalidad.
El matadero
En 1973 el “matadero” de la moribunda democracia chilena terminó siendo un sangriento golpe de Estado y una larga dictadura militar. Podría haber sido distinto, pero de ninguna manera indoloro dados los odios suscitados y la polarización fratricida del país. Cuando se llega al punto al que se llegó ese año fatídico ya no hay salidas buenas. Esta debería haber sido la gran lección de esos tiempos, pero parece no haber sido así. Un relato histórico parcial y manipulado no ha dejado, especialmente entre las generaciones jóvenes, entender en plenitud cómo se destruyó aquella democracia que alguna vez fue no sólo un orgullo nacional, sino incluso un ejemplo internacional.
En la actualidad no sabemos cómo terminará el proceso en marcha ni cuál podría ser, en el peor de los casos, el matadero que al final del camino le espera a nuestra democracia. Lo que sigue es, por lo tanto, una especulación que a muchos les podrá parecer descabellada, tal como el 17 de octubre hubiese parecido absolutamente descabellado un pronóstico que al menos se acercase a lo que verdaderamente ha ocurrido. Por ello, más vale empezar a pensar lo impensable si es que queremos ser realistas.
Mucho indica que los preocupantes fenómenos recién descritos pueden llegar a profundizarse, no menos ante la incerteza constitucional a la que estamos abocados, la irresponsabilidad rampante de una oposición que en medio del incendio le sigue echando leña al fuego, la debilidad del gobierno, el desconcierto y la dispersión de la centroderecha y, no menos, un deterioro económico que será una gran desilusión para muchos que creyeron que de la tormenta de octubre saldría un Chile mejor y más próspero. Las fuerzas que impulsaron y medraron del brote de violencia y anarquía están no sólo incólumes, sino que con toda probabilidad han incrementado su capacidad de reclutamiento, movilización y destrucción ante el repliegue del Estado de Derecho, el desbordamiento de los agentes del orden y la falta de determinación para confrontarlas de una manera efectiva.
A su vez, poco indica que nuestra actual crisis, de profundizarse y hacerse duradera, pueda llevarnos a una disyuntiva que se parezca a la de 1973: revolución o contrarrevolución, toma del poder por parte del polo revolucionario o intervención militar o incluso guerra civil, en el caso más trágico de todos. El polo insurreccional actual no tiene ni la consistencia orgánica ni ideológica ni de propósito como para aspirar a una disputa seria por del poder. Su heterogeneidad y dispersión la hace tremendamente efectiva como fuerza destructiva, pero la incapacita como aspirante al ejercicio del poder a nivel nacional. Además, sus elementos más temibles –los de carácter delincuencial– no se prestarán para ser simples “compañeros de viaje” o los “tontos útiles” de una izquierda radical que, como lo muestran todas las encuestas, poco o nada ha capitalizado de la crisis. Su fuerza es tal que son ellos los que, en gran medida, conducen este viaje mediante el manejo, junto a los grupos anarcos y el lumpen, de la pieza clave de todo este drama: la violencia.
En este horizonte de crisis permanente e impotencia tanto de los defensores del Estado de Derecho como de los revolucionarios existe la probabilidad de que nuestro país se deslice paulatinamente hacia una especie de narcoestado, donde la debilidad político-institucional se traduzca en la fortaleza creciente, ampliación y multiplicación de las organizaciones criminales y violentistas. En nuestra región hemos visto demasiados ejemplos de este tipo de desarrollo que ha desembocado en lo que, en realidad, es una de las peores pesadillas que podamos imaginar. Sobre ello debiéramos todos reflexionar, porque de ese pantano es muy difícil salir una vez que, por debilidad, oportunismo, falta de valor o ceguera, hemos dejado que se expanda y fortalezca.
Ello podría derivar, como salida desesperada a un estado de cosas insoportable, en el surgimiento de políticos y movimientos autoritarios que ofrezcan la restitución del orden al precio que sea y hagan suyo el tristemente célebre apotegma de Lenin de que se necesitan métodos bárbaros para combatir la barbarie. De ser así, serían los sepultureros definitivos de una democracia que, más allá de sus defectos, nos dio casi treinta años admirables y que dejamos morir ejerciendo ese triste derecho que ya hace un tiempo nos recordó el historiador Niall Ferguson: el derecho a ser estúpidos.
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