Gonzalo Rojas Sánchez
El libro “G3: Honor y traición”, del teniente coronel (r) de Carabineros Claudio Crespo, ya había sido presentado días antes, pero cuando se intentó una conversación pública sobre la obra, hubo que suspenderla, por las amenazas recibidas.
Por supuesto, eso, al lado de todo lo que le ha tocado sufrir a Crespo, es la nada. Que no puedas conversar en paz sobre tu libro importa poco, cuando en ese texto das cuenta de que has estado 413 días detenido, por conducir fuerzas especiales de Carabineros destinadas a impedir que Santiago fuese devastado por completo.
El Estado —desde el que Crespo quería servirnos a todos— intenta condenarlo (de hecho, el subtítulo de su libro es “Un carabinero traicionado por el Estado”). La sociedad —que debiera manifestar gratitud infinita por el sacrificio de sus servidores uniformados— mira en cualquier dirección menos al corazón del procesado.
¿Por qué el Estado y gran parte de la sociedad chilena se portan —nos portamos— así?
Porque se instaló —lo instalaron desde diversas instancias marxistas— el reemplazo de la doctrina de la justicia por la ideología de los derechos humanos. Bajo esa perspectiva, el objetivo no es conocer la verdad, sino castigar al que se considera enemigo. Pero no se trata puramente de una elaboración teórica, sino de una fuerza afectiva y efectiva que produce un doble efecto: por una parte, excitación en quienes la profesan, y por otra, inhibición en quienes padecen actual o potencialmente la agresividad. Suena ya muy anticuado y agresivo aquello de la “lucha de clases”; es mucho más atractivo y eficaz “el castigo a los violadores de los derechos humanos”.
Se va consolidando así todo un absurdo, por completo contrario al verdadero sentido del derecho de las personas, sutilmente manipulador de la institucionalidad y, de paso, contradictorio con toda una historia nacional de respeto a la ley.
Es el modo en que los comunistas concretan su odioso “no hay perdón ni olvido”. Es la señal que reciben los delincuentes políticos para que puedan presentar sus criminales propósitos como supuestos ideales. Es la coartada para que haya jueces que no fallen en derecho sino en ideología y que, además, busquen encumbrarse por el reconocimiento de las organizaciones ad hoc en la materia.
Esto lo venimos viendo hace décadas, pero hoy, además, el Gobierno empuja una agenda autodestructora, con su política de indultos y de querellas contra sus propios servidores uniformados. Pero, además, muchos políticos miran para otra parte, los ciudadanos seguimos nuestras rutinas, después de haber proferido comentarios escandalizados en conspicuos cenáculos, y aquellos comunicadores que fueron una de las Siete Kabezas para promover el octubrismo (sic, Iván Poduje), por supuesto, ahora callan.
¿Hay profesores universitarios de Derecho que enseñen sobre tamañas injusticias o —porque los uniformes les resultan incómodos— prefieren centrarse en las corrupciones de los cuellos y de las corbatas? ¿Tienen las instituciones uniformadas mecanismos que permitan amparar a sus miembros bajo el principio de la inocencia y defenderlos procesalmente?
Pocos son los que intentan romper esta inercia y, entre ellos, es notable la tarea de la ONG “Nos importan”, no solo porque realizan una tarea en favor de la justicia, sino porque remueven nuestras conciencias.
Cuando se está frente a situaciones de esta entidad, no queda sino plantear las cosas en términos absolutamente radicales, porque detrás ya no queda nada que matizar.
Y son estos: el Estado y la sociedad chilena están optando por los delincuentes de la primera línea y condenando a quienes pueden impedir el éxito de sus crímenes.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el miércoles 3 de abril de 2024.
Fuente: https://viva-chile.cl/2024/04/la-opcion-por-la-primera-linea/
.