Miércoles 19 de septiembre de 2018
Gonzalo Rojas: "Se trata de que desaparezca la figura de la persona que se dedica por completo al bienestar cultural y moral de los jóvenes a través de las ciencias, las humanidades y las artes".
Cuentan sus biógrafos (Álvaro Góngora, Alexandrine de la Taille y Gonzalo Vial) que pocas semanas antes de fallecer trágicamente en un accidente automovilístico (hace 50 años, el 17 de septiembre de 1968), Jaime Eyzaguirre iba saliendo de una facultad universitaria y oyó con consternación que un alumno le gritaba, como de pasada: "Muera Eyzaguirre". Y nos dicen los autores que el gran historiador "quedó atónito ante odio tan intenso...".
¿A quién querían matar? ¿A la persona de don Jaime? ¿Al Eyzaguirre de carne y hueso?
Quizás, porque eran años en que la izquierda validaba la vía armada de acceso al poder, a todos los poderes. Las personas eran eliminables si de la conquista del poder se trataba.
Pero con toda seguridad, lo que el sujeto sí quería decir es "matemos al maestro", "matemos la sabiduría", "matemos la figura del tipo dedicado a sus alumnos en la clase y en su casa de calle Seminario", "matemos su entrega, que tanto influye en los jóvenes estudiantes". "Mueran los Eyzaguirre, los como él" (dos décadas después, Jaime Guzmán lo comprobaría).
Hoy ya no se promueve la vía armada; hoy, la izquierda usa la vía cultural.
Por eso, no se trata de que muera Pérez o de que muera Schmidt o de que muera Valenzuela: se trata de que muera cualquier maestro, de que desaparezca de una vez por todas la figura de la persona que se dedica por completo al bienestar cultural y moral de los jóvenes a través de las ciencias, las humanidades y las artes.
En las universidades chilenas son innumerables los profesores con vocación de maestros que están siendo acorralados, perseguidos, denunciados, procesados y obligados a renunciar, o expulsados. ¿Quiénes organizan una marea invasiva como la descrita? Grupos de alumnos perfectamente conocidos, apoyados por profesores perfectamente ocultos y cohonestados por autoridades perfectamente neutralizadas. La sensación que ese ambiente de creciente hostigamiento produce en muchos profesores se concreta exactamente en lo que uno de ellos -maduro, con 25 años de docencia universitaria- me decía pocos días atrás: "suspendí toda actividad extraprogramática con mis alumnos, entro a clases solo a pasar materia, no hago bromas de ningún tipo, casi no saludo; sé que todo puede ser utilizado en mi contra, en cualquier momento y del modo más injusto; me estoy convirtiendo en un robot, no sé si seguir valdrá la pena".
Por cierto, hay una vía de escape, que es también una vía de perdición: encuevarse en la investigación de punta, contribuir así al prestigio de la propia universidad en los dichosos rankings , pedir solo docencia de posgrado y aguantar la de pregrado como si fuera una maldición. En fin, desfigurar la universidad para lograr subsistir en ella. No faltarán quienes se resignen a esa condición: muchos ya la tienen asumida, quizás con poca conciencia aún.
La muerte del maestro frustrará también, de entrada, las posibles nuevas vocaciones a la docencia universitaria. "¿Ir a meterme a un lugar donde seré maltratado por sujetos que solo quieren oír lo que sus pequeñas soberbias les indican? No, muchas gracias", se dirán los más talentosos de los alumnos actuales.
Por supuesto, nada de lo anterior se aplica a los activistas docentes de las izquierdas. Ellos sí que podrán seguir difundiendo a destajo y con desparpajo, con el pretexto de su docencia en ciencias sociales o humanidades, todos los descriterios posibles y una buena cantidad de falsedades; ellos seguirán desviando a sus alumnos del recto sentido de la vida y de la verdad. Para eso están; lo hacen muy "bien".
La sentencia de muerte de la auténtica docencia universitaria -¡de la universidad chilena!- ha sido firmada. Falta ejecutarla.
¿A quién querían matar? ¿A la persona de don Jaime? ¿Al Eyzaguirre de carne y hueso?
Quizás, porque eran años en que la izquierda validaba la vía armada de acceso al poder, a todos los poderes. Las personas eran eliminables si de la conquista del poder se trataba.
Pero con toda seguridad, lo que el sujeto sí quería decir es "matemos al maestro", "matemos la sabiduría", "matemos la figura del tipo dedicado a sus alumnos en la clase y en su casa de calle Seminario", "matemos su entrega, que tanto influye en los jóvenes estudiantes". "Mueran los Eyzaguirre, los como él" (dos décadas después, Jaime Guzmán lo comprobaría).
Hoy ya no se promueve la vía armada; hoy, la izquierda usa la vía cultural.
Por eso, no se trata de que muera Pérez o de que muera Schmidt o de que muera Valenzuela: se trata de que muera cualquier maestro, de que desaparezca de una vez por todas la figura de la persona que se dedica por completo al bienestar cultural y moral de los jóvenes a través de las ciencias, las humanidades y las artes.
En las universidades chilenas son innumerables los profesores con vocación de maestros que están siendo acorralados, perseguidos, denunciados, procesados y obligados a renunciar, o expulsados. ¿Quiénes organizan una marea invasiva como la descrita? Grupos de alumnos perfectamente conocidos, apoyados por profesores perfectamente ocultos y cohonestados por autoridades perfectamente neutralizadas. La sensación que ese ambiente de creciente hostigamiento produce en muchos profesores se concreta exactamente en lo que uno de ellos -maduro, con 25 años de docencia universitaria- me decía pocos días atrás: "suspendí toda actividad extraprogramática con mis alumnos, entro a clases solo a pasar materia, no hago bromas de ningún tipo, casi no saludo; sé que todo puede ser utilizado en mi contra, en cualquier momento y del modo más injusto; me estoy convirtiendo en un robot, no sé si seguir valdrá la pena".
Por cierto, hay una vía de escape, que es también una vía de perdición: encuevarse en la investigación de punta, contribuir así al prestigio de la propia universidad en los dichosos rankings , pedir solo docencia de posgrado y aguantar la de pregrado como si fuera una maldición. En fin, desfigurar la universidad para lograr subsistir en ella. No faltarán quienes se resignen a esa condición: muchos ya la tienen asumida, quizás con poca conciencia aún.
La muerte del maestro frustrará también, de entrada, las posibles nuevas vocaciones a la docencia universitaria. "¿Ir a meterme a un lugar donde seré maltratado por sujetos que solo quieren oír lo que sus pequeñas soberbias les indican? No, muchas gracias", se dirán los más talentosos de los alumnos actuales.
Por supuesto, nada de lo anterior se aplica a los activistas docentes de las izquierdas. Ellos sí que podrán seguir difundiendo a destajo y con desparpajo, con el pretexto de su docencia en ciencias sociales o humanidades, todos los descriterios posibles y una buena cantidad de falsedades; ellos seguirán desviando a sus alumnos del recto sentido de la vida y de la verdad. Para eso están; lo hacen muy "bien".
La sentencia de muerte de la auténtica docencia universitaria -¡de la universidad chilena!- ha sido firmada. Falta ejecutarla.
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