Miércoles 26 de septiembre de 2018
"En una misma organización política no pueden convivir quienes están convencidos de la infalibilidad del saber popular con quienes solo confían en
Cualquiera puede imaginar el estado de ánimo de los frenteamplistas: soñaron con un proyecto de integración de las nuevas izquierdas, pero hoy comprueban -como muchos lo sabíamos de antemano- que apenas son una montonera, uno más de esos tantos intentos destinados al fracaso por su empeño en cuadrar el círculo.
Liberales, comunistas encriptados, gramscianos, anarquistas, artistas fracasados y periodistas iconoclastas, con una constelación de astros como esa, el imposible era evidente. Y si a esa grotesca realidad se le suma que no hay uno, sino dos y tres y cuatro liderazgos en competencia, la añoranza del ideal ha devenido en pura frustración: oh, cuán verde era mi valle; oh, cuán Amplio era mi Frente.
La historia ha demostrado, una y otra vez, que esas majamamas no dan de sí un plato digerible.
Pero hay algo que no puede dejar de reconocerse al mirar al Frente Amplio: su afán por devolver la pureza a la política. Cada vez que se les oye hablar, qué duda cabe que estamos frente a personas que se expresan en términos idealistas, poseedores de una mirada llena de ilusión.
Ese purismo se agradece especialmente cuando en la política chilena tantos otros prefieren el lumami -lunes, martes y miércoles, todas las sobras juntas- o, dicho de otra manera, cuando muchos escogen la jalea por nutriente, aunque se asegure que es portadora de una sola proteína.
La pureza, la sinceridad de planteamientos, agrega a la vida pública un activo de enorme valor: hace posible la confrontación directa, el conflicto agonal, la resolución entre rivales. Unos ganan y otros pierden, pero todos sabemos en qué consiste el problema disputado y dónde está cada cual. A esa lucha clara y directa ha contribuido el Frente Amplio. Nada que criticarle al respecto.
Pero en su interior, la pureza -el purismo, más bien- se expresa en los frenteamplistas en una doble faceta que hace inviable a mediano plazo la pretensión de unidad. De Amplio, mucho; de Frente, a la larga, casi nada.
Esa doble dimensión incluye, por una parte, el populismo como comportamiento, y, por otra, el gramscismo como ideología.
Mauricio Rojas y Cristóbal Rovira -en sus excelentes textos sobre el populismo- alumbran los elementos que lo configuran en el mundo de hoy y, sin hacer referencias explícitas al Frente Amplio, dejan al descubierto esa dimensión de su purismo: dependencia de las decisiones que tomen las bases -territorios, los llaman los frenteamplistas-, volatilidad de los programas de acuerdo con las decisiones formuladas por esas mismas bases; en fin, sintonía directa entre los liderazgos carismáticos y el mundo de las asambleas, prescindiendo de las representaciones formales.
Pero, en paralelo, la ideología gramsciana postula la necesidad de desarrollar estructuras de intelectuales perfectamente autónomos, afincados en el mundo de la cultura, de la educación, de las religiones y de las comunicaciones, hombres y mujeres superiores, que alumbran a las masas desde arriba, orgánicos por sus vínculos mutuos y su coordinación, mas no por su relación con las masas. Y de esos gramscianos hay nata en el Frente Amplio.
Tenemos entonces dos purezas que se contraponen, la del populismo y la del gramscismo.
Es probable que haya muchos dirigentes del Frente Amplio que lean estas palabras en chino mandarín, que no entiendan nada de la explicación que aquí se da, pero es también muy posible que comprueben a diario que en una misma organización política no pueden convivir quienes están convencidos de la infalibilidad del saber popular con quienes solo confían en su saber personal.
Y esto -que no lo nieguen- lo están sufriendo a vista y paciencia de todos sus rivales.
Liberales, comunistas encriptados, gramscianos, anarquistas, artistas fracasados y periodistas iconoclastas, con una constelación de astros como esa, el imposible era evidente. Y si a esa grotesca realidad se le suma que no hay uno, sino dos y tres y cuatro liderazgos en competencia, la añoranza del ideal ha devenido en pura frustración: oh, cuán verde era mi valle; oh, cuán Amplio era mi Frente.
La historia ha demostrado, una y otra vez, que esas majamamas no dan de sí un plato digerible.
Pero hay algo que no puede dejar de reconocerse al mirar al Frente Amplio: su afán por devolver la pureza a la política. Cada vez que se les oye hablar, qué duda cabe que estamos frente a personas que se expresan en términos idealistas, poseedores de una mirada llena de ilusión.
Ese purismo se agradece especialmente cuando en la política chilena tantos otros prefieren el lumami -lunes, martes y miércoles, todas las sobras juntas- o, dicho de otra manera, cuando muchos escogen la jalea por nutriente, aunque se asegure que es portadora de una sola proteína.
La pureza, la sinceridad de planteamientos, agrega a la vida pública un activo de enorme valor: hace posible la confrontación directa, el conflicto agonal, la resolución entre rivales. Unos ganan y otros pierden, pero todos sabemos en qué consiste el problema disputado y dónde está cada cual. A esa lucha clara y directa ha contribuido el Frente Amplio. Nada que criticarle al respecto.
Pero en su interior, la pureza -el purismo, más bien- se expresa en los frenteamplistas en una doble faceta que hace inviable a mediano plazo la pretensión de unidad. De Amplio, mucho; de Frente, a la larga, casi nada.
Esa doble dimensión incluye, por una parte, el populismo como comportamiento, y, por otra, el gramscismo como ideología.
Mauricio Rojas y Cristóbal Rovira -en sus excelentes textos sobre el populismo- alumbran los elementos que lo configuran en el mundo de hoy y, sin hacer referencias explícitas al Frente Amplio, dejan al descubierto esa dimensión de su purismo: dependencia de las decisiones que tomen las bases -territorios, los llaman los frenteamplistas-, volatilidad de los programas de acuerdo con las decisiones formuladas por esas mismas bases; en fin, sintonía directa entre los liderazgos carismáticos y el mundo de las asambleas, prescindiendo de las representaciones formales.
Pero, en paralelo, la ideología gramsciana postula la necesidad de desarrollar estructuras de intelectuales perfectamente autónomos, afincados en el mundo de la cultura, de la educación, de las religiones y de las comunicaciones, hombres y mujeres superiores, que alumbran a las masas desde arriba, orgánicos por sus vínculos mutuos y su coordinación, mas no por su relación con las masas. Y de esos gramscianos hay nata en el Frente Amplio.
Tenemos entonces dos purezas que se contraponen, la del populismo y la del gramscismo.
Es probable que haya muchos dirigentes del Frente Amplio que lean estas palabras en chino mandarín, que no entiendan nada de la explicación que aquí se da, pero es también muy posible que comprueben a diario que en una misma organización política no pueden convivir quienes están convencidos de la infalibilidad del saber popular con quienes solo confían en su saber personal.
Y esto -que no lo nieguen- lo están sufriendo a vista y paciencia de todos sus rivales.
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