Cristián Labbé Galilea
Escribo estas líneas pasada la medianoche del 24 de diciembre de 2024. Es navidad. Todos los hogares del mundo cristiano viven con ansias estas horas; los niños con la ilusión de recibir ese preciado regalo con el que han soñado en las vísperas, los adultos más bien preocupados de la cena; el árbol de pascua mágicamente decorado gana protagonismo y, en alguna parte de la recargada decoración navideña, un diminuto pesebre lucha por imponer el verdadero sentido de estas fiestas.
Pienso que por algunas horas el corazón de “los hombres de buena voluntad” estará sensibilizado por la paz, la concordia, y por genuinas intenciones de solidaridad. Olvido conscientemente que estos días han sido de locura, el comercio atestado de gente comprando a última hora; omito el glamour con que todos se han “cacharpeado”, la ocasión lo amerita… es navidad.
Nada muy distinto a años anteriores, así ha sido siempre. ¿Por qué entonces dedicar estas solitarias horas de desvelo a algo que pareciera normal? La razón en tan simple como profunda: para muchas personas, familias, o grupos humanos, esta normalidad encubre situaciones de dolor, pobreza, sufrimiento, soledad, abandono y privación.
Ante la imposibilidad de resumir los múltiples casos, por demás conocidos, que confirman los males que afectan a nuestra sociedad, estas cortas líneas, inspiradas por el espíritu navideño que se vive en el hogar de miles de patriotas, quieren llamar la atención sobre el caso de esos veteranos y octogenarios soldados “prisioneros del pasado”, que viven privados injustamente de libertad, y cuya situación ha sido invisibilizada por la injusticia, el egoísmo y el odio.
Hace más de medio siglo, siendo noveles soldados de no más de 20 años, concurrieron “al llamado del clarín”, fieles al juramento de servir a la patria hasta rendir la vida, cumplieron las órdenes de sus superiores y liberaron al país de las garras del oso marxista. ¿No es acaso una tremenda injusticia que ellos estén pagando con su libertad el que hoy vivamos en un país libre?
Positiva, esta pluma recuerda (con moderado optimismo) el mito griego de “La Caja de Pandora”, utilizado a lo largo de la historia para justificar que de sus cajones salieron todos los males y calamidades que padece la humanidad, pero lo que se olvida siempre es lo más importante: la única cosa que quedó dentro de la caja fue “la esperanza”, un alivio en medio de la adversidad. De allí el dicho… la esperanza es lo último que se pierde.
En el silencio de la Noche de Navidad, y convencida esta pluma que la esperanza genera una energía emocional positiva que nos permite navegar por las aguas más turbulentas, con la confianza que no todo está perdido, eleva una oración al Dios Todopoderoso, para que, si no es la justicia y la verdad de los hombres, sea “la caridad cristiana que ilumina estos días”, la que traiga esperanza a los hogares de esos viejos y octogenarios soldados.
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