Cristián Labbé Galilea


Son muchos los temas que agitan la contingencia. Guerras por todas partes: Ucrania, Oriente medio, África (Congo, el Sahel, Etiopía…). Y a nivel nacional, sin las dimensiones de una guerra, la situación no es halagüeña, pues el país se degrada cada día más, política, económica, institucional y moralmente, y… “los políticos en Babia” (RAE).

Han pasado cuatro años del 18.O, y nada de lo que se prometía entonces se ha cumplido, es más, “hemos retrocedido en todos los frentes”. Ejemplos sobran: largas esperas en salud, deserciones en educación, desempleo, inflación, etc. etc.; pero seamos positivos, porque hemos crecido en corrupción, amiguismo, déficit fiscal, fuga de capitales y en la vergüenza de ver al Presidente como “un pililo” a nivel internacional.

De lo visto, para esta democrática pluma hay algo muy delicado, que da cuenta de “un retroceso institucional”. Se trata de lo informado por la prensa: “con el voto republicano, el Consejo Constitucional reincorpora la ´paridad de salida´ en las elecciones” advirtiendo, eso sí, que se trata de una “medida transitoria” ¿?.

Consiente mi astuto parroquiano que, en nuestro país, “lo transitorio es permanente”; asumirá que la medida llegó para quedarse, como todo lo que alguna vez fue transitorio (v.gr., los impuestos). Sin embargo, lo demencial no está allí sino en el hecho que, con votos de quienes creen en la “sociedad de la libertad”, hayan aprobado una medida que contraviene, a todas luces, uno de los principios básicos de la democracia.

La incorporación a nivel constitucional de una regla que establece “la paridad de salida” en un proceso electoral, es lo mismo que “meter la mano en la urna” para invalidar la voluntad popular y eliminar de cuajo el concepto de “una persona un voto”, para volver a la sociedad estamental previa a la Revolución Francesa.

La democracia, en cuanto a la forma para seleccionar a sus autoridades políticas, se basa en el principio de “una persona un voto” … pilar básico de la igualdad entre los ciudadanos; de allí que el sufragio sea igual, universal, directo y secreto.

Lo anterior implica que “la influencia del voto” de todos los electores “es igual”, y no debe ser diferenciada por razones estamentales como la propiedad, los ingresos, la educación, la religión, el sexo o cualquier otra orientación, política, económica o social.

En efecto, el objetivo de todo acto electoral es transformar la voluntad popular en autoridades representativas y por lo mismo, no basta que los ciudadanos ejerzan su derecho al voto, sino que, además, deben estar seguros que su voto tendrá el mismo valor que el de cualquier otro, y que su voluntad no será “alterada por secretaría”.

Por último, a la luz de la agitada contingencia, esta sorprendida pluma advierte que "no hemos aprendido nada" y, desilusionada, confirma la incapacidad de la sociedad política para aprender de sus errores. Una vez más estamos en presencia de un “harakiri político”, no por honor según el código Samurái, sino producto de la irracionalidad en el actuar de los políticos del sector.

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