Cristián Labbé Galilea
La ninguna relevancia que tuvo la visita de jerarcas de la Unidad Popular y autoridades de Gobierno a Isla Dawson, en el marco conmemorativo de los 50 años del 73, no oculta el verdadero trasfondo de esta actividad oficial, organizada y financiada con recursos públicos… Había que lavar la felonía que cometieron las cúpulas políticas de la UP con Salvador Allende.
Esa irrelevancia se explica porque la intención del gobierno y la izquierda, de aprovecharse políticamente de los 50 años del pronunciamiento militar, poco o nada motiva a una opinión pública más preocupada de problemas reales… como son: la seguridad, la educación, la salud y la economía.
Lo que sí es relevante a la luz de la historia, imposible de ocultar y menos olvidar, es que quienes impulsaron el odio, “agitaron las aguas”, convocaron, movilizaron, y armaron a las bases para consolidar la revolución, fueron los primeros en arrancar.
Cuando hablamos de arrancar nos referimos a alguien “cobarde”, cuya falta de valentía le impide enfrentar una situación desafiante, y a la primera de cambios abandona a sus seguidores, negándose a dar la cara para asumir las consecuencias de sus actos. Esa es, ni más ni menos, la actitud asumida por los jerarcas de la UP en septiembre del 73.
Sin pensarlo un minuto se entregaron, se asilaron, se escondieron debajo de la cama, optaron por alguna embajada -idealmente de un país fuera de la órbita socialista como Francia, Italia, España-, o simplemente les bajó la beatería y se protegieron bajo las sotanas de la Nunciatura Vaticana. Ninguno de ellos acompañó a sus huestes.
Todo esto mientras Salvador Allende, cabeza visible de la revolución, llamaba desde la Moneda al pueblo para que defendieran su gobierno. Pocos reaccionaron, el pueblo estaba hastiado de la violencia y la anarquía, no era “su” gobierno. Las instituciones republicanas poco demoraron en asumir su responsabilidad, y respaldaron la intervención militar (que ahora lo nieguen es… harina de otro costal).
Allende se sintió traicionado por quienes lo habían arrastrado a una “situación límite”. Los que iban a materializar la revolución habían desaparecido… Insistimos: los jerarcas se entregaron, se asilaron o se escondieron. Lo cierto es que, por cobardía o intereses mezquinos, traicionaron a Allende y abandonaron a quienes habían arrastrado hacia una utopía revolucionaria.
A pesar de todo, Allende resistió, se enfrentó a los hechos, y lo más probable es que, cuando confirmó que “un hombre no puede tener peor destino que estar rodeado de almas traidoras”… tomó la decisión de quitarse la vida. El suicidio de Allende es sólo imputable a la traición de los suyos.
Lo años han pasado, y ha llegado la época en que la lealtad es la excepción y la traición es la norma. Son épocas de impostura: hay que lavar la traición, y para ello nada mejor que reescribir la historia, endiosar a Allende, llevarlo a los altares de la democracia y visitar la Isla Dawson para borrar la memoria de una traición.
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