Axel Kaiser


Si queremos parecernos a Nueva Zelandia, tenemos que partir por desarrollar una mentalidad similar. No por casualidad es uno de los tres países con más libertad económica del mundo y con menos corrupción.


En entrevista del pasado domingo, el economista Sebastián Edwards afirmó que Chile volvería a ser un país mediocre, violento y con instituciones débiles, todo lo cual quedó dramáticamente reflejado ese mismo día con la delincuencia sin control que se tomó el centro de Santiago. Según Edwards, seremos un caso más de fracaso latinoamericano como lo fuimos buena parte de nuestra historia. El economista sostuvo que el “modelo neoliberal” estaba “totalmente muerto” y, más importante aún, argumentó que la narrativa de la izquierda no resistía análisis, pero que había quedado casi sin contestar por la derecha, estableciéndose así un relato sobre el país que no reconocía sus éxitos y que fue, en parte importante, el responsable de la debacle actual.

No cabe duda de que este análisis es acertado. Para las extraordinariamente escasas voces que hemos estado por más de una década en el discurso público defendiendo el sistema de mercado y la filosofía que lo funda, es evidente que el país se perdió esencialmente porque prevaleció un relato del fracaso sin asidero en la realidad.

Es también evidente que la derecha, partiendo por sus intelectuales, salvo excepciones, jamás defendió el sistema de mercado que tanta prosperidad había traído al país. Se dedicó, en cambio, a buscar aplausos en la izquierda y a atacar a los pocos que combatíamos diariamente un discurso igualitario cada vez más agresivo y que era apoyado por todos los intelectuales de centro izquierda, de izquierda, por los medios de comunicación e incluso por buena parte de la comunidad empresarial, incapaz de sacudirse la culpa que le generaba el haber sido exitosa en un país en que los logros personales se definían cada vez más como “privilegios” inmerecidos.

Ni siquiera la ex Concertación tuvo la claridad mental e integridad suficiente para defender su legado modernizador. Jorge Correa lo reconoció abiertamente en 2018 cuando sostuvo que a la Concertación la daba “vergüenza” decir que eran “partidarios del mercado”. “Nunca en verdad nos animamos a defender con tesis claras lo que en la práctica sí estábamos abrazando”, afirmó Correa, añadiendo que la derrota “cultural” de la Concertación había precipitado su ocaso político. No es, sin embargo, sorprendente que esto haya ocurrido, pues la Concertación jamás creyó realmente en el mercado. Su doctrina igualitarista y social siempre fue reacia a aceptarlo desde el punto de vista moral. “El mercado puede estimular la creación de riqueza, pero no es justo cuando se trata de la distribución de la riqueza. El mercado suele ser tremendamente cruel y favorece a los más poderosos y compite en mejores condiciones, mientras que empeora la miseria de los más pobres porque aumenta las desigualdades sociales”. Las palabras son de Patricio Aylwin, pero sin duda reflejan la dualidad con la que la Concertación asumió el modelo de mercado. Esta dualidad se entiende más aún cuando se considera que el sistema que abrazó había sido creado por el régimen anterior.

Por todo ello, buena parte de la centro-izquierda, incluyendo, por cierto, a casi todos sus intelectuales, se sintió siempre más cómoda con posturas socialistas que con las ideas de los Chicago Boys que sacaron a Chile adelante. De ahí que el relato igualitarista les resultara irresistible, y de ahí también que se desplazara el foco en el discurso público, desde la creación de riqueza, a la redistribución de ella. Eso es lo que nos llevó a un gradual deterioro de la capacidad de crecer y crear progreso, lo que a su vez produjo más problemas que se intentaron resolver con más gasto y redistribución.

“Se olvidó que el crecimiento acelerado no era un atributo del alma nacional; que en general nuestro desarrollo había sido mediocre; y que solo la implementación de reglas del juego de buena calidad, y la construcción de consensos en torno a ellas, había permitido dar el salto al primer lugar en la región”, escribió René Cortázar en 2019. Y agregó: “El énfasis se puso solo en los aspectos distributivos… los resultados distributivos fueron criticados con amargura”, aunque los salarios estaban subiendo como nunca.

Así llegó Bachelet al poder, queriendo imponer “otro modelo” para lograr la ansiada igualdad, meta que requería, como ella misma afirmó, “eliminar los vestigios del sistema neoliberal”. El resultado del “otro modelo” fue desastroso para la calidad de vida de los chilenos, quienes eligieron a Piñera esperando “tiempos mejores”. Como era previsible con un Presidente y una coalición sin ideas claras, los tiempos de progreso no llegaron y el país explotó.

Pero dado que la narrativa instalada era la de la izquierda, avalada, hay que insistir, por la centro-izquierda y buena parte de la derecha, el diagnóstico general de lo ocurrido el 18-O fue que faltaba todavía más igualdad y que la gente había salido a pedir el fin definitivo del modelo porque este no funcionaba. Y así estamos ahora, como un país latinoamericano cualquiera, arrojado a un proyecto constitucional del que se espera todo tipo de resultados mágicos.

Lo que viene es, nuevamente, previsible: en poco tiempo la frustración por la incapacidad de resolver los problemas que aquejan a los chilenos a pesar de la nueva Constitución llevará a otra crisis o a un estado permanente de inestabilidad y mediocridad económica, con un fisco sobreendeudado y una economía asfixiada, lo cual hará que el Estado crezca todavía más. La única forma de corregir este proceso de deterioro es cambiando la narrativa dominante en el discurso público. Valorar lo que conseguimos gracias al sistema de mercado y proyectarnos sobre la base de los gigantescos éxitos que tuvimos para, desde ahí, proponer las reformas que necesitamos para avanzar y que no tienen nada que ver con una nueva Constitución. Debemos, en otras palabras, reemplazar la narrativa del fracaso que impuso la izquierda y aceptó la derecha llevándonos, ahora sí, a fracasar, por una narrativa del éxito. Eso restaurará la fe en nuestra capacidad de salir adelante con un discurso e instituciones de mercado que premien la creación de riqueza y limiten su redistribución. Y es que si queremos parecernos a Nueva Zelandia, tenemos que partir por desarrollar una mentalidad similar. No por casualidad es uno de los tres países con más libertad económica del mundo y con menos corrupción. Es, entonces, posible evitar el destino latinoamericano de mediocridad, pero para eso nuestras élites intelectuales y políticas deben dejar de pensar y actuar en la tradición de la mediocridad latinoamericana y promover la única fórmula que nos permitirá salir adelante: la de mercados libres y competitivos, con un Estado moderado y eficiente.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/10/20/82823/La-narrativa-del-fracaso.aspx

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