El dictador venezolano Nicolás Maduro admitió implícitamente hace poco que PDVSA, la empresa de petróleos venezolana, ha sido completamente destruida por el control que de ella ha hecho el socialismo chavista. No es para menos si se considera que —en sus tiempos “neoliberales”— esta llegó a producir 3,5 millones de barriles diarios, para desplomarse a apenas 700 mil hoy, a pesar de contar con las mayores reservas de petróleo del mundo. Los estragos del socialismo venezolano no se detienen ahí, por supuesto. Más de un 80% de la población viviendo en la pobreza, una contracción del PIB de un 70%, una de las tasas de homicidios más altas del mundo y la migración de más de 4 millones de personas son algunos de sus “logros”. Ahora, tras años de retórica en contra de la propiedad privada y a favor de que el Estado controle “los recursos del pueblo”, Maduro llama a los privados para que rescaten a la empresa más importante del país, saqueada por las huestes de izquierda que la administraron.
Y es que, cuando los socialistas afirman que algo será del Estado o del “pueblo”, en realidad lo que quieren decir es que será de ellos. Ya sabía Orwell que un verdadero socialista no puede serlo sin vivir con privilegios y lujos, hoy por hoy mansiones, primera clase, autos con choferes y vacaciones en el extranjero, pues todos esos son medios necesarios para llevar a cabo la revolución y defenderla de sus eternos enemigos. De ahí que no exista prácticamente ningún solo caso en la historia de un líder socialista que no haya vivido en la opulencia. Ya sean Mao, Castro, Chávez, Allende, Stalin, Lenin u otro, todos ellos compartieron una afición por el lujo. En cambio, el malvado “neoliberalismo” es realmente la fuerza que democratiza la riqueza. Cuando hace cinco décadas Venezuela se encontraba entre los países con mayor libertad económica de la región, era uno de los más prósperos. Chile, que con Allende siguió el camino chavista, pasó de ser uno de los países más miserables de la región, con casi un 60% de pobreza, al más avanzado. Solo entre 1990 y 2015 el ingreso del 25% más pobre creció un 439% versus un 208% para el 25% más rico. En otras palabras, el denostado “neoliberalismo” benefició a los más pobres más del doble que a los de mayores ingresos.
La clase media, que en 1990 era de un 23% de la población, alcanzó un 57,8% en 2013, mientras los sectores vulnerables y pobres se redujeron de un 34,5% a un 25,8% y de un 38,6% a un 7,8%, respectivamente. El famoso índice Gini cayó fuertemente, de 0,57 a 0,46, situando a Chile cerca del promedio de América Latina en términos de desigualdad y mejor que países como Brasil, México, Costa Rica y Paraguay, entre otros mucho menos “neoliberales”, pero bastante más pobres y desiguales. Eso es sin considerar la desigualdad intergeneracional, que se ha reducido de manera tan dramática que, en términos de acceso a educación superior, alcanzamos ya niveles de países desarrollados.
Por si todo lo anterior fuera poco, un informe de la OCDE de 2017 sitúa a Chile como el país con mayor movilidad social de toda la OCDE. Esto significa que para un chileno del 25% más pobre es más fácil llegar al 25% más rico que para un alemán, un sueco, un estadounidense, un francés y así sucesivamente. El sistema de pensiones chileno, en tanto, se encuentra entre los diez mejores del mundo, según el prestigioso ranking de Melbourne Mercer, y se acusa de injusto a pesar de que el 70% de todo lo acumulado para los pensionados es rentabilidad de las AFP y no contribución de ellos. Y si de gasto social se trata, en los últimos treinta años este ha crecido 5,4% real per cápita anual, contra un 3,4% de crecimiento del ingreso. Es decir, el Estado ha avanzado a un ritmo más acelerado que el sector privado, no precisamente la receta “neoliberal.” En moneda de hoy, el gasto por persona del Estado chileno ha pasado de 530.000 pesos anuales en 1990 a 2.500.000 pesos en 2019 y la gente se muestra más insatisfecha que nunca.
Y es que ese es parte del problema: un Estado capturado por grupos de interés y corrupción cada vez más galopante que parasita a quienes crean valor real para la sociedad. Por supuesto, nadie dice eso y tampoco que la productividad por hora promedio en Chile es la más baja de la OCDE —a excepción de México—, alcanzando 26,9 dólares, contra 50,50 dólares promedio en la organización. Países con los que nos gusta compararnos, como Noruega, tienen 82,7 dólares, Dinamarca 69,73 dólares, Francia 67,17 dólares, Suecia 60,54 dólares y así sucesivamente. Pero nada de esto importa, porque nuestros profetas del resentimiento nos han convencido de que si tenemos problemas no es porque nos falta muchísimo por avanzar o porque nuestro Estado está capturado —en parte por ellos mismos—, sino por el abuso y la desigualdad de los privados.
Por lo tanto —nos dicen—, debemos cambiar el modelo “neoliberal” con una nueva Constitución, porque —claro— una nueva Constitución de seguro nos dará mejores pensiones, educación, mayores ingresos, empleo, salud, etc., todo ello sin importar el nivel de nuestra productividad, eficiencia estatal y desarrollo económico. Y así, guiados por una tropa de charlatanes, demagogos y algunos ingenuos, nos encaminamos a arruinar definitivamente, al más clásico estilo latinoamericano, lo que hemos construido hasta ahora y la única base que nos permitiría dar un nuevo salto de progreso. ¿Será que tendremos que hacerlo para terminar, como Maduro, pidiendo que vuelvan los “neoliberales” a resolver la catástrofe estatista? Es de esperar que no, pero, así como vamos, no sería raro que en una década quienes lo denostaron, tanto a la izquierda como a la derecha, estén llorando el “neoliberalismo”. (El Mercurio)
Fuente: http://www.nuevopoder.cl/lloraran-el-neoliberalismo/
.