Carlos Peña


¿Cómo justificar que se llame presos políticos —como Aguilar lo deslizó esta semana— a quienes están detenidos por actos de naturaleza violenta? ¿O llamar desobedientes civiles a quienes encienden barricadas, favorecen los saqueos y envilecen la ciudad?


La llamada Mesa de Unidad Social —que agrupa a sindicatos y otras agrupaciones civiles— acaba de rechazar el proyecto de ley denominado antisaqueo. Y, en cambio, ha reivindicado lo que denomina el derecho a la desobediencia civil:

Defendemos nuestro derecho a la protesta, a la desobediencia civil —dijo el profesor Aguilar— y, tal como establecen convenciones internacionales, nuestro derecho a la huelga como derecho humano.

Una breve revisión del concepto de desobediencia civil —si es que todavía los conceptos importan— ayuda a evaluar esa reacción.

La desobediencia civil —como la objeción de conciencia— es un acto en virtud del cual los ciudadanos incumplen deliberadamente la ley y se disponen a aceptar la pena que se sigue de ello. Al aceptar la pena, ejemplifican con su propia experiencia cuán injusta es la ley que desobedecieron: ante el dilema de cumplir una ley injusta traicionando sus convicciones o padecer la pena penal, escogen esta última y de esa forma dan un ejemplo de integridad moral al resto de los ciudadanos. Por eso H.D. Thoreau dijo que el lugar de un hombre justo se encontraba en la cárcel (bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, dijo Thoreau, el lugar que debe ocupar el justo es también la prisión).

No es muy distinto lo que hizo Bertrand Russell cuando se opuso a la guerra de Vietnam y fue a la cárcel por ello.

Pero ¿cómo justificar que se llame presos políticos —como Aguilar lo deslizó— a quienes están detenidos por actos de naturaleza violenta? ¿O desobedientes civiles a quienes encienden barricadas, favorecen los saqueos y envilecen la ciudad? Un desobediente civil ejecuta una mansa desobediencia y no aspira a eludir la pena: en realidad anhela que se le aplique para mostrar la injusticia de la ley. ¿Qué tiene, pues, que ver esa desobediencia, la desobediencia civil, con los saqueos, las barricadas, las amenazas a quienes no se suman al carnaval o la destrucción del espacio público que los proyectos de ley pretende sancionar y a los que la Mesa de Unidad Social se refería?

A poco que se examine el problema la respuesta es: nada.

Nada. De desobediencia civil nada.

Lo que ocurre es que Chile está en medio de una gigantesca confusión intelectual, de un momento pulsional (¿alguien lo duda a estas alturas?), de una conmoción por la injusticia, que le impiden juzgar racionalmente las acciones que estas semanas se han visto.

Y ello arriesga el peligro de instituir la libre expresión o la desobediencia en una simple máscara de la violencia.

Algunas precisiones podrán ayudar a poner orden intelectual en todo esto.

En una democracia, los ciudadanos tienen todo el derecho a la protesta pacífica como forma de manifestar su queja por la injusticia y así poner a la vista que el gobierno la desoye. Pero cuando se trata de democracia, esas protestas no tienen por objeto provocar el desgobierno o volver a la sociedad al estado de naturaleza (donde el hombre es un lobo para el hombre), sino formar preferencias ciudadanas que, en la futura gesta electoral, puedan manifestarse en la gesta pacífica de las elecciones. En otras palabras, en una democracia, la protesta es una forma de discurso comunicativo que mediante actos (en vez de palabras) aspira a poner de manifiesto lo que late en la cultura ciudadana.

Nada de eso, como es obvio, tiene que ver con la violencia que por estas semanas se ha ejercido y a la que se quiere conferir la dignidad de desobediencia civil y a cuyos ejecutores, en un acto de inconsciente audacia intelectual, se sugiere llamar presos políticos y cuyos actos, se pretende, deben permanecer sin castigo o pena alguna.

El Estado —lo dice Walter Benjamin— descansa sobre la distinción entre la violencia de los particulares y la fuerza legítima que sus instituciones ejercen. Y esa distinción se dibuja mediante la ley, ese tipo de ley que la Mesa de Unidad Social rechaza y de la que algunos diputados, Boric y Jackson entre ellos, se han declarado arrepentidos de haber aprobado, temerosos, es de suponer, de que la masa los sancione y los purgue.

Mal síntoma el miedo.

Porque el principal peligro de estas semanas encendidas es que anonadados, confundidos o temerosos, los intelectuales, los periodistas, los diputados acaben por dejarse anestesiar y, por miedo, confundan lo fáctico, lo que de hecho ocurre, con lo ético, con lo que debe ser. No vaya a ocurrir que por el humano miedo se principie a concebir la vida en común, la vida política, nada más como un momento en que los ciudadanos se entregan a las artes de la paz como un simple pretexto para descansar de las fatigas de la lucha y la violencia.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2019/12/08/74575/Las-mascaras-de-la-violencia.aspx

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