27 diciembre 2020
Por Pablo Errázuriz L.
Navidad es una fecha curiosa en nuestro mundo secular. La fiesta más importante del año en el hemisferio occidental, con sus luces, simbologías y consumo sigue escondiendo en su núcleo la vivencia religiosa como una causa de conmoción, solemnidad y alegría.
Y es que mientras las otras grandes fiestas del cristianismo han ido perdiendo popularidad en la medida que el mundo se ha ido descristianizando, Navidad se mantiene –al menos formalmente– en el centro de la idea festiva de fin de año. Esto no significa que su sentido original no haya sido al menos parcialmente reemplazado por la parafernalia del consumo por el consumo, pero sigue existiendo la consciencia de que la razón de la celebración es la conmemoración de la encarnación del Logos divino para la redención del hombre.
De esta particular situación de la celebración navideña se desprende una reflexión que el periodo de fiestas nos invita a hacer: ¿qué valor le damos a la vivencia religiosa–trascendente en nuestro actuar público? ¿Cómo influyen nuestras concepciones del destino final humano en la sociedad que queremos plantear desde la política?
Ya G. K. Chesterton denunciaba en Heretics (1905) una primera dimensión de este problema del mundo secular moderno. Mientras que el cristianismo había dotado de un sentido a la vida del hombre –una meta– y, por tanto, ordenado la vida a un fin último superior en el que el hombre se realizaba, la ética moderna ha ido paulatinamente prescindiendo de las explicaciones del todo, prefiriendo la aproximación cosista y parcial. En vez de buscar aquella regla de oro que dotaba de un sentido inteligible la vida humana, se prefirió renunciar a creer en su existencia y resolver todo desde lo específico, renunciando implícitamente a fundar la política en lo bueno y lo malo, en lo justo o injusto, en lo debido o indebido. Como único criterio quedó la aproximación utilitarista y hedonista de evitar el mal –el que se termina reduciendo al dolor. Así, la política pasó a ser la búsqueda de evitar dolores sensibles, tanto físicos como emocionales, renunciando a una idea de trascendencia humana, a buscar un sentido a lo político, y, por tanto, quedando lo público como una mera administración técnica para evitar el mal, sin un verdadero bien último como objetivo.
Pero el hombre difícilmente puede sentirse en casa en un mundo que renuncia a buscar un sentido a la existencia humana. Del sentido se desprenden ciertas reglas para alcanzar dicho fin, actitudes, acciones y parámetros que ordenan la vida a lo más humano posible, a alcanzar nuestra propia realización. Eso es el bien. Al eliminar este de la discusión política eliminamos al hombre-persona de la discusión, quedándonos con el hombre-animal –esa dimensión pasional, material e irreflexiva–, renunciando precisamente al elemento que nos hace únicos, soberanos y libres, nuestra naturaleza superior, que logra ver, entender y elegir, por sobre los impulsos animales que tenemos, los valores más elevados que son imaginables en este mundo, como el sacrificio, el honor y la caridad.
Esta renuncia a aspirar a los bienes superiores es lo que motiva discusiones legislativas tan aberrantes como la eutanasia. Al renunciar a la idea del hombre como destinado a un fin último, renunciamos implícitamente a creernos, asimismo, un fin en nosotros mismos, con una dignidad que no se marchita ni relativiza por el sufrimiento. La mal llamada buena muerte –que no tiene nada de buena– es la renuncia más brutal y absoluta a toda idea de bien, porque reduce la vida humana a algo relativo, que solo vale en la medida que no haya dolor, y por lo tanto algo prescindible y disponible. Esta discusión es solo una materialización más de la deshumanización absoluta que vivimos en la discusión intelectual y política contemporánea.
El pesebre navideño nos interpela justamente a esta dimensión abandonada. Lo que se celebra el 25 de diciembre es la encarnación de la Verdad misma; el recuerdo de como la fuente de todo lo que es bueno y alto decide tomar plenamente la naturaleza humana, haciéndola suya hasta en la muerte y consagrando a la humanidad como suya a través de su sacrificioU en la Cruz. El misterio de la encarnación nos invita a recordar que la experiencia humana si no esta ordenada a lo alto se distorsiona, pierde forma y sentido, que solo aspirando a la perfección podemos ser plenamente humanos, y que la política no es una excepción a esto. Es una invitación a recuperar la virtud como principio ordenador absoluto, que debe siempre guiar hacia el bien último, aun cuando este parece un sueño imposible.
Fuente: https://controversia.cl/una-reflexion-navidena/
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