El Mercurio 13 de junio de 2020 

 

 

 

 

 

Natalia González


Hace unos días atrás el abogado Ricardo Escobar publicó en un medio de prensa escrito una columna en la que, utilizando una fábula como recurso y basado en las principales características de sus personajes, identificaba a éstos con personas del quehacer público en Chile. Transcurridas unas horas desde la publicación del artículo, el autor se vio expuesto a un verdadero ataque en redes sociales en el que, por lo bajo, lo acusaron de misógino. Ello por haber identificado a Izkia Siches con el personaje de la zorra en la fábula. Cualquiera que conozca la fábula citada por el columnista y que haya leído el artículo sin ese ánimo permanente y agotador de buscar conflicto donde no lo hay -y que, incomprensiblemente, parece inundar todo el debate en el último tiempo- advertiría que el autor jamás pretendió hacer la vulgar comparación que sus críticos, sin embargo, vieron. Por el contrario, de la columna de Escobar uno podría concluir que, más bien, alababa la astucia de la señora Siches quien había logrado agrupar detrás de ella a reconocidísimos economistas que, la verdad sea dicha, no necesitaban al Colegio Médico para hacer sus planteamientos, pero que, sin embargo, terminaron haciéndolo por y a través de la entidad. El punto de Escobar era, a mi juicio y entre otros, cómo la señora Siches se anotaba un poroto con gran astucia, mostrando que tenía habilidades políticas. Pero todo indica que al final del día la maldad está en los ojos del que mira. Luego un grupo de mujeres indignadas publicaron una carta condenando la columna de Escobar en la misma línea de la misoginia y fustigando al autor.

A Cristián Warnken también le sucedió algo similar recientemente. Y es que hubo quienes estimaron que en su entrevista al ministro Mañalich, de hace un par de domingos atrás, Warnken había relativizado todo, defendido lo indefendible y había de alguna manera traicionado a un cierto sector que lo ve como “propio”. Así, fue objeto del ataque de columnistas y analistas por la forma en que condujo esa entrevista.

Desde mi punto de vista, bienvenidas la columna de Escobar y las cartas con contrapuntos y defensas, así como las entrevistas de Warnken, de las que me he vuelto asidua los domingos, y bienvenidos quienes opinan distinto pues valoro la libertad de expresión. Pero lo que resulta muy preocupante de estos episodios no es el intercambio epistolar ni las diferencias, sino más bien el que se busque anular ciertas opiniones con argumentos de superioridad moral, de manera tal que serían solo esas visiones “moralmente superiores” las únicas válidas en la sociedad, no existiendo margen alguno para las diferencias. Y si para lograr ese fin, como le pasó a Escobar o a Warnken, hay que adjudicarle al autor o entrevistador intenciones que a mi juicio no tuvieron, pero que de todas maneras se les achacan, peor aún pues entonces el fin “moral” justifica cualquier medio.

El fenómeno que estamos presenciando en Chile -y en el mundo- es en extremo preocupante y no debiera dejarnos indiferentes pues termina por permearlo todo. Lo políticamente correcto se instala y nuestra sociedad, autoridades, políticos y quienes participan en el debate público son así hipnotizados por quienes, sin ninguna facultad o autoridad para hacerlo, pero convencidos de su propia virtud como única plausible, nos dictan lo que es justo y lo que es bueno. Pero resulta que facultades más o facultades menos, lo lamentable es que logran el objetivo que persiguen, que no es otro que silenciar la opinión contraria y meterse al bolsillo la libertad de opinión, de expresión y la diversidad que ellas envuelven y que enriquecen nuestras vidas. Ello se hace evidente en el extremo pudor y hasta temor que muestran los adversarios por expresar una opinión distinta. Ir contra la corriente de la superioridad moral pareciera tener puro costo. En el fondo, la superioridad moral de los otros les genera un complejo de inferioridad moral a estos últimos. Ello ha llevado a algunos -quienes quieren abandonar esta categoría de “inferioridad”- a plegarse a la agotadora cantinela con su silencio cómplice o a adherir a propuestas que se alejan de lo que se supone es su ideario, todo por no ser impopular o por no caer en la mira de los inquisidores.

En las discusiones de las políticas públicas esto de la superioridad moral se ha transformado en el pan de cada día. Este fenómeno se relaciona con aquel del realismo mágico, demagógico y populista, al que me he referido anteriormente, y que nos lleva a un túnel sin salida y muy complejo. Si la razón y la ciencia no acompañan a las decisiones, las que solo son orientadas por las emociones y a ello le sumamos que se condenará a quienes, con ojo más agudo, adviertan la treta o se atrevan, libremente, a manifestar una disidencia, estamos minando la base de la democracia deliberativa y los cimientos de una sociedad libre. Si un grupo considera que reúne todas las virtudes y el otro grupo simplemente se rinde ante aquel bajo la falsa ilusión impuesta por los primeros de que los segundos carecen de bondades o que las tienen en menor abundancia o porque simplemente no quieren ser acusados por los supuestos virtuosos, solo continuaremos alimentando la ilusión de la superioridad moral y de la intolerancia. Los “superiores moralmente” continuarán, exitosa y peligrosamente, generando esa relación de jerarquía o de verticalidad entre ellos y el resto de la sociedad “no virtuosa”, y los habremos nutrido de un poder del que después no podremos escapar pues nos habrán cercenado la libertad.


Columna de Natalia González, Directora de Asuntos Jurídicos y Legislativos de LyD, publicada en El Mercurio.-

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