Carlos Peña


"La anomia que viene desde octubre, las torpezas comunicacionales del Gobierno y la salida a la calle para huir del hambre son las más obvias causas de lo que ha ocurrido. Todo esto, claro, hasta que los programas de televisión encuentren una explicación sencilla y fácil."


 ¿A qué puede deberse que, al parecer, la cifra de contagiados en Chile sea más alta que la de China no obstante que, hasta donde se sabe, la dieta acá no incluye ni murciélagos ni pangolines? (De otro modo los matinales habrían hecho un reportaje del asunto, los alcaldes ya habrían dado detalles y algunos de sus conductores ya los habrían cocinado y probado en pantalla, así que no, no debe ser ese el problema)

La razón más obvia es que la gente no ha hecho caso al enclaustramiento —esa jaula invisible— y entonces la pregunta es otra: ¿por qué la gente no ha hecho caso a las instrucciones de encarcelarse voluntariamente?

La primera razón que es posible identificar es lo que se llama, desde antiguo, anomia, es decir, la falta de sujeción a las normas y a las instituciones. El fenómeno, es bueno no olvidarlo, se manifestó en octubre y en los meses que le siguieron. En esos días encendidos (no es una metáfora), el desafío y el rechazo de toda autoridad se hizo rutina y costumbre. Como todos recuerdan (es de esperar que entre los efectos del coronavirus no esté la pérdida de la memoria), entonces cualquier figura de autoridad, fuera carabinero, diputado, senador, profesor, rector (salvo que condescendiera) y para qué decir Presidente, experimentaron un rechazo casi atávico por parte de quienes se manifestaban, según el relato periodístico de esos días, pacíficamente, aunque procuraban disimular su imitación de Gandhi tiñendo las calles de grafitis, encendiendo barricadas e impidiendo el libre tránsito. El gesto más obvio de esa resistencia a la autoridad fueron los insultos —que adornaron cada una de las esquinas del centro de Santiago— a la figura presidencial. Por supuesto, no era él el objeto de esos insultos y groserías: él era simplemente un lugar, la autoridad en sí misma considerada, a la que se transfería todo. Y después de eso, ¿cómo puede causar extrañeza que hoy nadie, o casi nadie, haga caso a las instrucciones del ministro o de quien sea si apenas ayer, a toda autoridad, se la tildaba de lo peor? ¿Por qué habrían de hacer caso a quienes apenas ayer consideraban dignos de cualquier grosería, mientras los formadores de opinión pública avalaban con su silencio todo eso llamándolo un despertar de la dignidad largo tiempo, decían, mancillada?

A lo anterior se suma una cierta desaprensión de la ciudadanía causada por la torpeza comunicacional de la autoridad. El rechazo a la autoridad que venía desde octubre se ha incrementado por el hecho que la misma autoridad ha provocado, siquiera en parte, la conducta que, sin embargo, ahora reprocha. Los llamados a la nueva normalidad, a tomar café y los ensayos de apertura de los malls (todo esto, cómo no, amplificado por las cámaras y comentado ampliamente en la televisión con preguntas complacientes, sin que se colara, al hacerlo, la menor gota de crítica o de duda) debió contribuir a que la mayor parte de la gente no se tomara en serio, o al menos no demasiado en serio, las instrucciones de cuidado y de distancia física (física, por favor; la distancia es una separación física. El concepto de distancia social alude a segregación por el origen o el aspecto. Y el coronavirus ya ha hecho harto daño como para que más encima pudiera servir de pretexto a la discriminación). Si con la colaboración de los canales Lavín ocupaba buena parte del espacio preparando el retorno del Apumanque, la subsecretaria confería permiso para salir a tomar café con los amigos y el Presidente anunciaba la nueva normalidad, ¿por qué la gente común y corriente —esa que aún posee una reserva de confianza con la autoridad— iba a quedarse en su casa y renunciar al mall, al café y a ensayar esa normalidad que el mismísimo Presidente anunciaba y los matinales ayudaban a poner en escena?

Y como si todo lo anterior fuera poco —como si la anomia y los tropiezos comunicacionales no bastaran— está el hecho que el precio del enclaustramiento para múltiples sectores, pobres, inmigrantes, grupos medios, es el hambre o el temor al hambre, a la falta de recursos para satisfacer las necesidades básicas. Buena parte de los chilenos hoy son grupos medios que salieron de la pobreza en las últimas tres décadas y es probable que el coste del encierro despierte en ellos algo peor que el hambre inmediata: el temor a retroceder, a volver al pasado, que hasta ahora solo visitaban en pesadillas. Y la única forma de escapar de esa pesadilla es salir a la calle.

Pero desde luego, el simplismo que de un tiempo a esta parte ha inundado la esfera pública encontrará explicaciones más sencillas y elementales, ojalá culpables únicos, para el desastre o lo que parece serlo. Y ayudarán a ello, por supuesto, los alcaldes y los canales de televisión que, haciendo un paréntesis al morbo, y convenientemente auspiciados, era que no, tienen aquí un nuevo temario para su próxima sesión de matinal.

Y así todos seguirán temerosos, pero serán inocentes.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/05/31/79178/Las-razones-del-desastre.aspx

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