17 de mayo, 2020

 

 

 

 

 

 

Alejandro San Francisco
Profesor de la U. San Sebastián y la UC. Director de Formación del Instituto Res Publica. Director general de "Historia de Chile 1960-2010" (USS).


Es evidente que existen presiones ideológicas sobre la economía y sobre el funcionamiento del orden social, pero ellas no debieran consagrarse a acrecentar el Estado, sino a hacerlo más eficiente y más confiable, que es lo que parecen desear las personas. Es decir, que sea más valioso por su funcionalidad que por su tamaño, más aún considerando que la economía estaba marchando razonablemente bien antes de la crisis sanitaria, que fue la causa de la crisis económica internacional.


Una de las discusiones incipientes, pero que tendrá cada vez más fuerza en el mundo, es cómo será el Estado después del coronavirus. Y como en toda discusión relevante, involucrará no solo al mundo político, sino también a los intelectuales, a los medios de comunicación, a las instituciones de enseñanza y a todos aquellos que quieran aportar para tener un debate racional sobre los cambios que están experimentando las sociedades en este complejo año 2020.

Es verdad que el problema del Estado se plantea en ámbitos muy diversos: la economía está viviendo un tremendo remezón, las universidades serán ciertamente distintas, el deporte ha sufrido cambios notables y la vida cotidiana está siendo como probablemente nadie imaginó. Todo ello es importante, pero casi con seguridad pocas cosas tendrán más incidencia en las sociedades del futuro que la redefinición que muchos avizoran en relación con el Estado: sus funciones, su tamaño, su relación con la población y con el poder político, su utilidad o inutilidad, su valor para la superación de la crisis económica y su propia acción durante los momentos más difíciles del ataque del coronavirus. En fin, es casi seguro que el Estado no volverá a ser igual, aunque no sea totalmente claro cómo será exactamente en el futuro.

Hay quienes han planteado que el Estado será más grande y omnipresente. En esto se combinan personas que, con buenos argumentos, sostienen que la realidad ha mostrado un regreso triunfal del Estado-Nación como no se había visto en la era de la globalización. Esto ha permitido que los  ciudadanos estén dispuestos a ceder algunos de sus derechos en favor de gobiernos que restringen libertades de movimiento, decretan cuarentenas e incluso fijan formas de control que parecen aceptables en medio de la emergencia, pero que podrían volverse permanentes hacia el futuro, como ha advertido asertivamente Yuval Noha Harari al señalar las dramáticas opciones que se presentan entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano.

Sin embargo, también hay quienes prevén la irrupción de un Estado más poderoso simplemente porque así lo desean, por razones ideológicas, que hoy pueden expresar con mayor libertad y transparencia aprovechando las circunstancias, demandando la estatización de empresas estratégicas, un control más permanente de la economía, enviando al baúl de la historia al siempre omnipresente enemigo “neoliberal”.

Sin embargo, como ha señalado recientemente Guy Sorman –en conferencia organizada por la fundación chilena La Otra Mirada, y que culmina con una entrevista del diputado Jaime Bellolio al intelectual francés–, es evidente que existen presiones ideológicas sobre la economía y sobre el funcionamiento del orden social, pero ellas no debieran consagrarse a acrecentar el Estado, sino a hacerlo más eficiente y más confiable, que es lo que parecen desear las personas. Es decir, que sea más valioso por su funcionalidad que por su tamaño, más aún considerando que la economía estaba marchando razonablemente bien antes de la crisis sanitaria, que fue la causa de la crisis económica internacional. Por otra parte, la contrapartida a la restricción de las libertades aceptadas en momentos excepcionales es la valoración de esos derechos en la vida cotidiana, como ocurre en las sociedades democráticas y como añoran quienes viven todavía bajo regímenes totalitarios.

Lo que necesitamos es un Estado que sabe que su mayor valor no reside en su crecimiento inorgánico y sin detención, sino en su adecuada orientación y efectividad en los resultados de su acción.

Por lo mismo, es necesario plantearse muy seriamente el tema del Estado que existirá en los distintos países después de la pandemia, y es previsible que existirán respuestas muy diferentes según las culturas políticas de los países, los partidos que estén actualmente en el gobierno, la magnitud de la crisis y otros factores relevantes. Si bien los problemas son relativamente similares, es previsible que las respuestas no lo sean en cuanto a las funciones y tamaño del Estado.

Es necesario tener en cuenta que la crisis en materia laboral –los millones de personas que han perdido el trabajo en el mundo– debe tener necesariamente dos momentos de respuesta: una inmediata, para la crisis puntual, que debe manifestarse en colaboración y respaldo a quienes estén sufriendo; otra de mediano y largo plazo, referida a la necesidad de promover un desarrollo económico real, con fuentes de trabajo efectivas, recuperación y fortalecimiento económico de las sociedades y su gente. Parece claro que durante la pandemia, y especialmente después de ella, los limitados recursos públicos no deberían gastarse en asegurar trabajo a miles de funcionarios públicos sino que a programas de ayuda social para que los más pobres y la clase media salgan adelante. Posteriormente será necesario reevaluar si la gran cantidad de recursos que el Estado gasta están bien utilizados o si por el contrario se requiere una mejor evaluación de las políticas públicas.

No se requiere un Estado elefantiásico, con exceso de ministerios, programas y burocracia, con un gasto político desmesurado e insostenible en el tiempo. Sí es necesario un Estado ágil y al servicio de las personas, eficiente en el ejercicio de sus funciones y que facilite efectivamente mejores oportunidades para los que tienen menos, protección frente a la delincuencia y apoyo en las dificultades. Un Estado que no absorbe las actividades de la sociedad civil sino que fomenta su expansión y desarrollo. En síntesis, un Estado que sabe que su mayor valor no reside en su crecimiento inorgánico y sin detención, sino en su adecuada orientación y efectividad en los resultados de su acción.

Con el paso del tiempo no existirá una recuperación económica efectiva y estable si no se ponen en marcha las energías de la sociedad civil, de las empresas, de los trabajadores, de quienes crean riqueza y generan progreso efectivo en las sociedades.

Eso significa, en la práctica, que el Estado crecerá más o disminuirá según las circunstancias, pero también en función de las orientaciones que se definan como motores para tener una sociedad dinámica, como las denomina Robert P. George. En este caso, la empresa privada y las universidades, por mencionar dos organizaciones fundamentales, deberán desempeñar un papel central no solo en la fase de reconstrucción y nuevo desarrollo económico, sino sobre todo en la consolidación y proyección del progreso social. En otras palabras, el Estado será más grande ahí donde la empresa privada, las instituciones de enseñanza y la sociedad civil en general tiendan a decrecer, desperfilándose o desapareciendo.

Es casi seguro que distintos países tomarán caminos diferentes y, por lo mismo, se podrán apreciar en los próximos años los resultados de las opciones que se hayan adoptado en el periodo inmediatamente posterior a la crisis. Por lo mismo, no habrá un solo modelo de Estado después del coronavirus, sino que emergerán distintas alternativas. Algunas sociedades preferirán una salida a la crisis con más Estado, quizá nuevos impuestos y una mayor dependencia de las personas respecto a los recursos estatales. Otros preferirán fórmulas menos obvias, pero más creativas y con mayor futuro, aunque sean contraintuitivas: quizá bajar impuestos, disminuir el aparato burocrático inútil, destinar los recursos estatales a gasto social directo y en apoyo directo a quienes más sufren las consecuencias de la crisis sanitaria y económica. Esto implica que después de la pandemia se requerirá de la mayor libertad posible para que los emprendedores, uno de los verdaderos motores de la economía, contribuyan a sacar adelante a los países. Eso requerirá más libertad, no menos. Esa es, además, la enseñanza clara de la historia, como demostró la superación de la terrible crisis provocada por la Segunda Guerra Mundial, que sociedades como Japón o Alemania Federal pudieron superar con mejores resultados que los países al este de la Cortina de Hierro. Hoy el tiempo histórico es muy distinto, pero los desafíos son análogos y conviene mirarlos en perspectiva.

En el momento que vivimos, cuando millones de personas han perdido su trabajo en todo el mundo, es imprescindible que el Estado realice un aporte sustancial, que resulta insustituible, con buenas leyes, incentivos adecuados, recursos directos y condiciones favorables que permitan atenuar los peligros de la crisis. Sin embargo, con el paso del tiempo no existirá una recuperación económica efectiva y estable si no se ponen en marcha las energías de la sociedad civil, de las empresas, de los trabajadores, de quienes crean riqueza y generan progreso efectivo en las sociedades.

En la práctica, el Estado que tendremos dependerá de algo mucho más relevante: de la vitalidad de la sociedad civil que tendremos después de esta enfermedad. Y, como en otros momentos de la historia, ahí se jugará el desarrollo o subdesarrollo de nuestras sociedades en el futuro.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/alejandro-san-francisco-el-estado-que-tendremos/

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