Sep 27, 2019
Por Victor Maldonado C.
En Venezuela vive el fin de la historia, pero con la frustración de no ser como lo imaginamos o lo deseamos
En Venezuela se vive el fin de la historia. (Foto: Flickr)
Vivir en Venezuela resulta agotador. La crisis es un puñal enterrado en el pecho que nos prohíbe terminar de comprender lo que efectivamente está ocurriendo. Para la mayoría es una sucesión de infortunios que atacan la capacidad de resistencia hasta dejarlos exhaustos. Se vive el fin de la historia, pero con la frustración de no ser como lo imaginamos o lo deseamos. No es, ni de lejos, la condición de estable prosperidad que permitía a todos la vivencia tranquila y en paz que siempre fue parte de los más intensos deseos de los venezolanos.
No, lo que para nosotros significa el fin de la historia es esta terrible percepción de que todo acabó en una gran derrota. Que experimentamos el infierno de una pesadilla recurrente, que no nos deja ver el fin, que nos oculta el principio, y que no permite que abramos los ojos y nos percatemos de las trampas de la imaginación. La pesadilla es real. No tenemos la indulgencia de un despertar conmocionado. Esta desazón es la realidad. El penar no es solamente que vivamos esta constelación de pesares, este colapso sistémico que no deja lugar a dudas sobre el estruendoso fracaso del socialismo del siglo XXI; el problema es que nosotros somos la ruina, el síncope, los trozos que se desprenden y la muerte a la vuelta de la esquina. Cansa el saber que no hay fondo en el precipicio, y que nada se interpone entre nuestros cuerpos en caída libre y un fondo que no tiene fin.
Pero ese no es el peor de los castigos impuestos por ese dios severo que nos ha dejado en manos del mal y sus agentes. Lo verdaderamente insufrible es que pudiera ser diferente, pero estamos condenados a este desierto por el cual transitamos sin saber a dónde vamos. Lo que resulta en una apoteosis del dolor es ver cómo pasan los días, los años, las décadas, la vida sin ver resolución alguna porque los que van adelante lucen perdidos, erráticos, confundidos, o son parte de una trama de quien nos quiere errabundos y sin rumbo. No son perfectos estos tiempos de Dios. Los que han tenido la responsabilidad no han sido capaces de perfeccionarlos hacia la liberación que pide la gente. Ellos han hecho del perder el tiempo de la gente una experiencia artística a la que se dedican con obcecación. Mientras ellos tratan de dialogar con el mal silente y consecuencial, mientras intentan una entente, la gente vive mal, se enferma, muere o se va. Los ojos de los que quedan van perdiendo la luz al percatarse de que son víctimas de una trampa muy compleja. Por eso aquí el éxito es sobrevivir sin perder la cordura, a pesar de que todo parezca indicar que nuestro trajinar por este desierto está siendo dirigido por locos.
Que no se practique la compasión y la empatía con los que aquí vivimos en tiempos de desgracia es parte de un crimen de omisión activa que en su momento tendrá un duro veredicto de la historia. Nadie puede aspirar a tener sentido común haciendo abstracción de la presencia de los otros, de sus convicciones y sus dudas, de los debates que se planteen entre ellos y de sus miedos. El sentido común es por lo tanto un patrimonio de la buena política, que acepta vivir en pluralismo, que reconoce al otro el derecho de tener sus convicciones, y que no trata de anularlo o reducirlo a la propia opinión, sin antes haberse dado la oportunidad de pensar, escuchar y discernir una posición bien reflexionada. La mala política hace oídos sordos y deja de ver. No hay peor político que el que se niega a la verdadera empatía queriendo sustituirla perversamente por la demagogia. Porque no quiere sentir de cerca el clamor de los más desdichados que están urgidos y que no entienden ni quieren saber de las abstractas prioridades de los políticos que están dirigiendo el esfuerzo.
La gente quiere romper con su servidumbre y vivir con intensidad un proceso de liberación con propósito ganancioso, donde el esfuerzo y las privaciones se traduzcan en avance y mejoría. La gente no quiere que los líderes hablen de salvar el sistema que los tiene aplastados. No quiere un cambio de manos dentro de la misma lógica macabra. No confía, y con razón, que los que vengan terminen actuando con la misma vileza. Lo que realmente exigen es un esfuerzo sostenido para sacarlos del vacío. La gente no quiere escuchar siquiera de acomodos y reacomodos, lo que necesita es que pase este tiempo y se dé inicio a otro diferente. La gente necesita líderes que comprendan sin las sorderas de la prepotencia, sin los monólogos narcisistas, sin la crueldad contenida en ese esperar indefinido a que cuajen acuerdos que son imposibles de sostener. Si algo hiere la sensibilidad del venezolano es ese dejar pasar, ese derroche del tiempo, esa distancia psicológica que se plantea entre el sosiego de unos y la extrema angustia de los otros que hacen mayoría y que pasan hambre, sufren enfermedad, padecen soledad, soportan la violencia y todos los días tienen que aguantar el peso de ver pasar los días en una lucha para sobrevivir que al final todos están condenados a perder.
Por eso un hombre de Estado, a juicio de Hannah Arendt, «es el que tiene la visión del gran número de opiniones diversas y conoce su verdad, o sea, la realidad que en cada caso corresponde a la opinión, al aspecto» y que tiene el coraje de interpretarlos cabalmente. El hombre de Estado genuino encarna la síntesis y desde esa inmensa capacidad de comprensión desarrolla la potencia para intentar un desenlace. El mérito está en intentarlo una y otra vez. La virtud está en no darse por vencido, ni capitular ante la concupiscencia de la ganancia particular. Por eso si el político no está en la disposición de abrirse a la experiencia de los otros, de esos otros que sufren y ansían una consumación, de nada vale que suba cerros, visite ansiosamente las regiones del país o se dedique a encontrarse con el pueblo. Cuando demuestra no comprender nada, con cada encuentro abre un abismo. Porque en tiempos extremos tan importante es la empatía como la eficacia. Tan esencial es actuar con integridad y decir la verdad como tener coraje. «El coraje —decía Churchill— es realmente la primera y más valiosa de las cualidades humanas. Tanto que es la que garantiza la presencia de las otras». El problema de nuestro transitar por el desierto del totalitarismo es que al frente van la futilidad, la soberbia, la mezquindad y la falta valentía que son propias del pendenciero. En este caso luce muy vergonzoso que el maná se lo repartan entre ellos mientras exigen paciencia al resto.
Pero ese transitar por el agreste comunismo del siglo XXI nos ayuda al menos a comprender la magnitud de nuestra tragedia. Duele saber que muchos nos han abandonado sin tener la satisfacción de dejar un país liberado. En el camino tantos luchadores que han quedado sin avizorar siquiera la tierra prometida merecerán en el momento de la redención del país un inmenso monumento que nos recuerde su sacrificio. Porque ahora ellos también son parte del polvo que pisamos cada vez que completamos una vuelta al eje perverso que nos desvaría y que nos mantiene perdidos. Empero, el desierto es tiempo de forja y maduración. Es la exégesis que propone Luis Alfonso Shökel. Es el espacio de desamparo que nos reduce a las necesidades elementales de la subsistencia y nos pone a prueba para que conquistemos desde adentro la libertad a la que tenemos derecho y que es parte constitutiva de la dignidad del ser humano.
Dice Arendt que la estupidez es la incapacidad de generar sentido y por lo tanto la imposibilidad de comprender. La realidad está allí y es lo más objetiva posible. Somos nosotros los que la hacemos imprecisa, es la mala política la que hace siniestros giros argumentales para hacer pasar lo que es malo como bueno, o para hacer ver como si fuera de todos lo que es una causa particular. Parafraseando a Wittgenstein, el sentido común «es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje» que a veces nos empuja a los linderos imprecisos de la negación o de la evitación. Es el sentido común el que te otorga el marco de referencia que te indica si vamos bien o vamos mal. Es la realidad la que te demuestra si estas a punto de entrar en la tierra prometida o seguimos la traza laberíntica de un desierto interminable.
Por eso no hay mejor opción que intentar comprender, imaginar qué es lo que está ocurriendo y caracterizar detalladamente aquello que nos está afectando. Los agentes del mal siempre quieren evitar ese esfuerzo de determinación, descripción, identificación, especificación, para que nunca tengamos claro contra qué debemos luchar. Un adversario impreciso puede pasar por cualquier cosa, incluso como aliado. Si no lo tenemos claro podemos confundir la estrategia. Si no somos capaces de calibrarlo podemos errar en la forma de interlocución. ¿No es eso lo que ocurre cuando en medio de tanta confusión quieren negociar con quién no quiere transarse, o dialogar con quién prefiere usar la fuerza pura y dura que no necesita para nada del logos para mantener su posición de dominio? Los agentes del mal están interesados en mantener la imprecisión, en obligarnos a la reclusión en la caverna donde solamente vemos formas sombrías, para que la imaginación sea perturbada por nuestros miedos y nuestros deseos. Por eso, desde la fila que recorre este camino sin solución de continuidad, no podemos terminar de saber si quien nos guía es estúpido o cómplice, o peor aún, el mismo enemigo dirigiendo nuestra perdición. Solo el sentido común es el antídoto.
Ese sentido común debería hacernos ver que no hay que buscar mayores explicaciones. Arendt nos propone una descripción preclara del talante del enemigo totalitario en esa implacable «sed de poder, voluntad de dominio, terror y estructura monolítica del Estado» que está solamente disponible para intentar nuestra servidumbre, saquear nuestros recursos, desolarnos hasta el extremo insoportable que nos coloca más allá de cualquier posible esperanza. A eso nos enfrentamos, y mientras no lo asumamos seguiremos perdidos. Solo asumiendo la realidad tal y como es pensaremos cuales son los requisitos de nuestra liberación, y con tranquilidad pagaremos los costos.
Porque lo que hay que superar está claramente inscrito en el magisterio de Benedicto XVI: los agentes del mal, los ejecutivos del totalitarismo, los colaboradores que siguen haciendo factible nuestra servidumbre, que la presentan como irrevocable, «fanfarronean constantemente y no retroceden ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad, no pueden crecer la libertad, la justicia y el amor». Para el teólogo y Papa hay que mantener como máxima de conducta el amor a la verdad y siempre tener presente el poder destructor de la mentira. Por eso mismo es intolerable, repugnantemente insufrible la doblez, la mentira, la falsía, la hipocresía, las dobles agendas y el ejercicio sistemático de la perversidad. Esa forma de hacer política no libera la libertad, nos encadena más, nos hunde en el desierto y nos pierde de la vista de Dios.
Por más que resulte doloroso el asumir la realidad y sus costos, el despertarnos de la borrachera de tiempo perdido, aunque parezca insoportable el agreste desierto, tengamos presente que la esperanza que moviliza y libera se fundamenta en la verdad. Si se trata de liberar nuestra libertad tengamos presente que debemos revocar esta política e intentar otra. Recordemos siempre que libre es el hombre que vive en la verdad, y asume desde la verdad las consecuencias de intentar vivir con dignidad. Nuestro desafío es ahora tomar decisiones de sentido común, saber los costos de esas decisiones y mantener el propósito de sobrevivir para reconstruir desde la fortaleza y la esperanza. Los que aquí vivimos no dejaremos de intentarlo.
Fuente: https://es.panampost.com/victor-maldonado-c/2019/09/29/venezuela-el-sentido-comun/
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