"En un país obsesionado con la igualdad y empeñado en librar de responsabilidad por su propio destino a los ciudadanos, Friedman sería un golpe imprescindible de madurez y sensatez....".
Lo primero que la historia intelectual de Friedman nos enseña es que no se debe hacer concesiones a los socialistas por el afán de caer bien o ser políticamente correctos. En un país en que quienes no son socialistas se acomplejan de defender lo que creen, el ejemplo de Friedman, que jamás transó con el fin de ser más popular, resulta esencial no solo para entender por qué estamos cerca de arruinarlo todo, sino para saber cómo actuar hacia el futuro. Friedman iba de frente, sin temor, sin complejos y sin importarle lo que la mayoría pensara de lo que decía. Fue precisamente esa actitud honesta y ganadora la que lo convirtió en el intelectual público liberal más influyente de la segunda mitad del siglo pasado.
Como Hayek, era un convencido de que las ideas mueven a la sociedad. Por eso, a pesar de haber ganado el Premio Nobel y de haber sido un académico extraordinario, no dudó en asistir a cuanto debate pudo, en escribir libros de difusión para el lector no especialista e incluso, en hacer programas de televisión. Tampoco dudó en culpar a los empresarios del tránsito que los países hacen hacia el socialismo, cuando correspondía.
En un notable artículo titulado "El impulso suicida de la comunidad empresarial", Friedman argumentó que lejos de apoyar económicamente a aquellos que defienden la sociedad libre, la mayoría de los empresarios buscaban congraciarse con intelectuales, ONG y grupos que trabajaban en socavar los fundamentos institucionales que sostenían el mercado, precisamente el sistema que les permitía a ellos alcanzar la posición que tenían en países avanzados. ¿Le suena conocido?
A Friedman lo necesitamos, además, porque sus argumentos siempre eran impecables desde el punto de vista lógico y empírico. En tiempos en que la evidencia ha pasado a ser el borrego de sacrificio de la histeria igualitaria, la racionalidad y contundencia de Friedman nos ayudaría a terminar con la famosa posverdad que tanto explotan los demagogos, para evitar las discusiones técnicas en las que se ven perdidos. Esa misma racionalidad nos serviría también para deshacernos del utopismo emotivo que define a la discusión pública actual sirviendo de caldo de cultivo para el populismo. Nos recordaría que los recursos son limitados y que no basta con querer que las pensiones, por ejemplo, sean altas para que estas lo sean. En otras palabras, domesticaría nuestros febriles deseos de abundancia para todos, que es precisamente lo que promete el populista, sin explicar cómo lo logrará y sin evaluar las consecuencias no intencionadas de sus desastrosas medidas. Friedman nos mantendría así en los fríos, pero razonables límites de lo posible.
En esa misma línea, el profesor de Chicago nos ayudaría a entender nuevamente que el Estado, aunque necesario, en general, es causa de muchos problemas y que no existen ángeles que velan por el bien común en el gobierno. Reconoceríamos que los políticos, burócratas y receptores de beneficios estatales forman un "triángulo de hierro" que vive a expensas del resto y que persigue su interés como cualquier otra persona, creando programas, presupuestos y posiciones bajo el pretexto de servir al bien común, cuando el objetivo real suele ser el opuesto. Pero más importante aún: Friedman nos ayudaría a entender que la libertad debe defenderse, porque es el mejor camino para lograr el progreso de la sociedad y porque es un valor en sí mismo. En un país obsesionado con la igualdad y empeñado en librar de responsabilidad por su propio destino a los ciudadanos, Friedman sería un golpe imprescindible de madurez y sensatez.
Por último, Friedman nos sirve de ejemplo, en un campo que los socialistas suelen atribuirse: el de la solidaridad. Mientras los socialistas e igualitaristas predican la solidaridad con el dinero ajeno y gozan sin pensarlo dos veces de los manjares más exclusivos del capitalismo, Friedman dejó su fortuna a causas filantrópicas cuando murió. Y es que, como Adam Smith, Friedman pensaba que el ser humano tenía una inclinación a preocuparse de sus semejantes, especialmente los más desfavorecidos, y que nadie mejor que la sociedad civil y la acción voluntaria de las personas podía canalizar ese impulso. Lo predicó y lo practicó. En suma, leer a Friedman resulta necesario para retomar las ideas y conductas que han sido esenciales para la prosperidad en todos los tiempos y los lugares en que esta se ha dado, y que en Chile parecemos querer liquidar en manos de demagogos y fabricantes de miseria.