Gonzalo Rojas
"El programa prometía una profunda Reforma Agraria, anunciaba un sistema educativo 'democrático, único y planificado', y garantizaba 'ocupación a todos los chilenos en edad de trabajar con un nivel de remuneraciones adecuado'."
Han pasado 50 años desde que Salvador Allende desplegó su campaña presidencial apoyado en el programa de la izquierda.
En una de sus primeras intervenciones, afirmó: “El programa de la Unidad Popular es un compromiso insobornable; no habría sido candidato de un movimiento sin definición; nunca habría sido candidato de un movimiento cuya definición no compartiera”.
¿Cuál era el marco de ese planteamiento programático? Un extremo pesimismo. Chile se encontraba sumido en “una crisis profunda, que se manifiesta en el estancamiento económico y social, en la pobreza generalizada y en las postergaciones de todo orden que sufren los obreros, campesinos y demás capas explotadas, así como en las crecientes dificultades que enfrentan empleados, profesionales, empresarios pequeños y medianos, y en las mínimas oportunidades de que disponen la mujer y la juventud”. Se destacaba el casi nulo crecimiento del país desde 1966; la inflación, que “es un infierno en los hogares del pueblo”; la falta de trabajo y remuneraciones adecuadas; las insuficiencias educacionales, de vivienda y de salud, y se afirmaba la existencia de dos grupos irreconciliables: “la burguesía monopolista nacional” y “los monopolios norteamericanos (que) dominan importantes ramas industriales y de servicios”, frente a los trabajadores, privados de la propiedad de los medios de producción, todo dentro de “las formas brutales de violencia del Estado actual”.
Igualmente maniquea era la visión de Salvador Allende, quien creía que en Chile, debido al sistemático fracaso de los “gobiernos capitalistas y reformistas”, todo estaba por hacer. Es cierto que, en “El Mercurio”, en febrero de 1970, afirmó que se trataría de “poner en juego todo lo positivo de nuestras tradiciones concretas (y) recoger todo lo bueno que se ha hecho”, pero en la campaña expresó que el Estado se revelaba “irremisiblemente incapaz para cumplir sus funciones”, que la democracia era solo formal, que la economía estaba al servicio de los privilegiados, que la justicia se encontraba en manos de una clase, y que la prensa era dominada por los grandes clanes económicos. Todo esto privaba al pueblo, pensaba, de cualquier posibilidad de desarrollo mientras no se cambiara el sistema.
Entremos al detalle.
Los poderes del Estado
En cuanto a los poderes del Estado, el programa postulaba a “la Asamblea del Pueblo como órgano superior del poder... Cámara única que expresará nacionalmente la soberanía popular”. Pero, en esto, Allende se apartó del programa, ya que ratificó en varias ocasiones la división de los poderes. “El poder radicará en tres organismos: el Ejecutivo, el Parlamento y el Poder Judicial”, afirmó, agregando que serían “esencialmente democráticos, no como ahora”. No contradijo abiertamente la confusión de poderes que establecía el programa -en beneficio del Legislativo-, pero manifestó que aunque creía “inconcebible que un hombre pueda ser el árbitro supremo de la marcha del país”, no se convertiría “al Presidente de la República en un pelele”.
Ciertamente, era muy delicada la situación del Poder Judicial, porque el programa entregaba a la Asamblea del Pueblo la designación de los miembros del Tribunal Supremo, procurando así el reemplazo de la magistratura vigente, “individualista y burguesa”. Al respecto, Allende aseguró que “nosotros implantaremos un auténtico y libre Poder Judicial, (porque) no queremos una justicia ciega”.
En cuanto a las Fuerzas Armadas, el programa afirmaba que no se permitiría su uso “para reprimir al pueblo o participar en acciones que interesen a potencias extranjeras”, lo que Allende ratificó, asegurando que las quería “más y más cerca de nosotros en el proceso revolucionario”, con “un rango destacado y protagónico en el proceso de liberación y desarrollo del país”.
Los derechos de las personas
El programa suponía, además, que el pueblo había conquistado, “a través de un largo proceso de lucha, determinadas libertades y garantías democráticas”, pero su grado de desarrollo era considerado insuficiente. Por eso, con el triunfo de Allende, se abriría paso “al régimen político más democrático de la historia del país”, lo que implicaba, en palabras del candidato, que “vamos a cambiar las instituciones y la sociedad; no vamos a suprimir el derecho a discrepar, salvo en aquellos casos en que se sabotee el programa popular”.
Por eso, se presentaba un problema muy delicado para los derechos políticos. El programa aseguraba que se respetarían “los derechos de la oposición que se ejerzan dentro de los marcos legales”, pero sustituía el derecho de asociación por un ambiguo “derecho de organización”, y omitía toda referencia expresa a los partidos políticos, reemplazados por “las diversas corrientes de opinión”. Allende afirmó que “no solo los partidos que me apoyan, sino que todos los partidos políticos y los de oposición podrán ejercer y actuar”, aunque agregó: “Quienes van a desaparecer son los que se llaman alessandristas, que no obedecen ni a ideas, principios, ni a doctrinas”.
¿Y sobre las libertades de prensa e información? El programa era ambiguo: los “medios de comunicación... son fundamentales para ayudar a la formación de una nueva cultura y de un hombre nuevo; por eso se deberá imprimirles una orientación educativa y liberarlos de su carácter comercial, adoptando las medidas para que las organizaciones sociales dispongan de estos medios eliminando de ellos la presencia nefasta de los monopolios”. Allende coincidía: “Los detentores del gran capital” y “los grandes intereses comerciales” privaban “de exteriorizar sus opiniones a quienes difieren de los puntos de vista de los grupos que dominan económicamente los medios de información”, lo que derivaba en “una falta absoluta de objetividad y de cumplimiento del deber de informar”. Por eso, aunque al comienzo se mostró partidario “de la más irrestricta libertad de prensa”, más adelante cambió, asegurando que algunos medios serían, “nacionalizados”, “chilenizados” o “democratizados”, entregando su control a los trabajadores.
Respecto del derecho de propiedad, el programa de la UP pretendía “terminar con el dominio de los imperialistas, de los monopolios, de la oligarquía terrateniente”, mediante un área social formada vía expropiaciones. Con relación al área privada, el programa la caracterizaba vagamente como “aquellos sectores de la industria, la minería, la agricultura y los servicios en que permanece vigente la propiedad privada de los medios de producción”, lo que significaba que solo el legislador determinaría su extensión. Por su parte, Allende afirmó que buscaría “la nacionalización absoluta, pronta, definitiva, pero no solo del cobre, sino de todas las riquezas básicas en manos del capital foráneo; nada de términos medios, todo o nada”. Había que “erradicar definitivamente el latifundio, expropiar inmediatamente toda tierra no trabajada o no cultivada, y aplicar drásticamente la expropiación a toda extensión que exceda los mínimos no expropiables”. Insistió en innumerables ocasiones en la “herida”" que él causaría al “10% de malos chilenos que han vendido la patria”.
En materia educacional, el programa afirmaba que “las profundas transformaciones que se emprenderán requieren de un pueblo socialmente consciente y solidario, educado para ejercer y defender su poder político, apto científica y técnicamente para desarrollar la economía de transición al socialismo”, por lo que se crearía “un sistema educacional democrático, único y planificado”, terminando con “los establecimientos privados, empezando por aquellos planteles que seleccionan su alumnado por razones de clase social, origen nacional o confesión religiosa”. Las universidades deberían orientarse hacia el “desarrollo revolucionario chileno”.
Los actores revolucionarios
El actor de todas estas transformaciones sería “la clase asalariada”, a la que el programa veía capaz de “romper las actuales estructuras y avanzar en la tarea de su liberación”. Curiosamente, esa misma clase -portadora de un carisma mesiánico- debería dar vida al “hombre nuevo”, el que se insertaría en una también “nueva cultura”. Por su parte, Allende afirmó que “el pueblo es el único que puede crear un nuevo orden afianzado en la reciedumbre de una voluntad revolucionaria”, y por eso, en caso de confrontación, se opondría “a la violencia reaccionaria... la violencia revolucionaria del pueblo”. Incluso, les adjudicó a ciertos grupos una misión redentora peculiar. A los mineros los consideraba “marea incontenible que llevará al pueblo al poder”; a los trabajadores de la prensa, “los voceros de un Chile nuevo”; a las mujeres, “actoras de todo el proceso revolucionario”, y a la juventud le otorgó “un lugar de batalla en la primera línea de combate”.
En cuanto a los partidos, serían los de la UP los que, según el programa, se constituirían en vanguardia de la clase trabajadora. Se afirmaba que “el gobierno popular será pluripartidista; estará integrado por todos los partidos, movimientos y corrientes revolucionarias”, y al presidente le correspondería serles fiel. Allende, incómodo con esa eventual subordinación a los partidos, supo matizar. Al aceptar la candidatura, aclaró que la suya no sería “la victoria de un hombre, ni siquiera la victoria solo de los partidos populares”. A veces de la mano de su coalición, y en otras apareciendo él como primera figura, Allende basó su campaña en un mesianismo múltiple: los trabajadores, la UP y él mismo, todo enlazado con el papel también protagónico del Estado. Una nueva Constitución transformaría “las actuales instituciones para instaurar un nuevo Estado... al servicio de las grandes mayorías”, aseguró.
Ese Estado gigante era imprescindible, ya que el programa prometía una profunda Reforma Agraria, anunciaba un sistema educativo “democrático, único y planificado”, y garantizaba “ocupación a todos los chilenos en edad de trabajar con un nivel de remuneraciones adecuado”. El instrumento para el cumplimiento de todos estos compromisos estatales era “un sistema nacional de planificación”. Allende fue enfático: “La economía nuestra será planificada, para producir lo que necesita”.
Estas fueron las líneas matrices de un programa y de una candidatura que se creían dotados de la capacidad única e infalible de solucionar los problemas del país. Frente a los principios del mal -el capitalismo y la oligarquía- emergían el mesías y la gnosis, encarnados en Salvador Allende y su coalición.
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