Gonzalo Ibáñez Santamaría


Acercándose al día de la conmemoración del aniversario n° 50 del pronunciamiento militar del 11 de septiembre de 1973, el Gobierno multiplica los actos y declaraciones destinados a condenar ese hecho porque, según el mismo gobierno, habría puesto término a la democracia en Chile. A la vez, invita a todas las fuerzas políticas a suscribir una declaración compartiendo esa condena y suscribiendo un acuerdo de respeto irrestricto de los derechos humanos. El presidente Boric y su ministra, Camila Vallejos han llevado la voz cantante en este propósito.

Queda así la impresión de que, para ellos, el hecho de acceder democráticamente al poder constituye título suficiente para hacer, después, cualquier uso de él sin que quede para el resto del país otra alternativa que la de aceptar y cumplir cabalmente con lo dispuesto por ese uso. Fue, sin duda, lo que también pensaba Salvador Allende.

Fue así, como consigna el Acuerdo de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973, que Allende se apoderó de casi toda la superficie agrícola del país; intervino y se apoderó de centenares de empresas; intentó apoderarse de los medios de comunicación e imponer también un modelo único de escuela de educación, y formar un ejército personal capaz de enfrentar al que era propio del país. Todo ello, arruinando a Chile y azuzando la lucha entre chilenos hasta el punto de colocarnos al borde de un enfrentamiento fratricida. Y proclamando además a la violencia como un camino legítimo para imponer sus postulados. Allende, sin duda, había roto el equilibrio democrático del país y se encaminaba a imponer en Chile una dictadura tan perversa como era la que eufemísticamente se denominaba “dictadura del proletariado”, pero que, allá donde se la aplicó, había dejado a la vista que no era sino una dictadura “contra” el proletariado.

¿Teníamos los chilenos que presenciar impávidos cómo se destruía nuestro país y se le cautivaba para servir de peón a los intereses de la Unión Soviética de entonces y para convertirlo en una segunda Cuba mucho peor que la primera? Fue en ese momento que los hechos obligaron a recordar viejos principios de nuestra cultura política. Es cierto, quien gobierna un país tiene derecho a esperar obediencia de quienes lo habitan; pero, estos tienen derecho a esperar un buen gobierno y a que, quien lo ejerce, lo haga de una manera racional y prudente. No se es gobernante sólo por haber accedido al poder por las reglas que cada país establece para ese efecto, sino fundamentalmente por ejercer bien ese poder. Corresponde que a la legitimidad de origen acompañe siempre la legitimidad de ejercicio.

Al momento de pedir un respeto “irrestricto” para los derechos humanos aparece este derecho, poco mencionado, pero no menos importante: el que nos asiste a los habitantes de un país a ser bien gobernados por quienes en él ejercen el poder político. Derecho que es continuado por el derecho a exigir ser bien gobernados y, eventualmente, por el derecho a darse un buen gobierno como condición básica para la vigencia de todos los otros derechos humanos.

Fuente: https://web.facebook.com/gonzaloibanezsm

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