Por Gonzalo Ibáñez S.M.
abogado


Que el país vive una crisis y que ésta es muy severa no se le escapa a nadie. Ella no afecta a ciertas instituciones o modos de vida, sino derechamente las bases de una convivencia en paz como la que reclamamos para nuestro país.

La sociedad política la hacemos todos y para ello son indispensables condiciones que permitan un amplio ejercicio de la libertad, orientada al bien común y gobernada por la prudencia. Condiciones que permitan establecer entre sus miembros lazos de justicia en virtud de los cuales todos nos debemos respeto unos a otros y donde las tareas, los beneficios, los cargos, las penas y los honores sean repartidos de acuerdo a los méritos, deméritos, necesidades y capacidades de cada uno de modo que en estas materias cada uno reciba lo suyo, la proporción que le es debida.

Como nación, sin embargo, nos alejamos de este ideal. Por ejemplo, la amenaza de demolición de la familia sustentada en el matrimonio entre un varón y una mujer abierto a la procreación y a la educación de la prole que de ahí pueda brotar. Considerar la unión de personas del mismo sexo tan matrimonio como el anterior es proclamar, delante de la juventud que se inicia en la vida sexual, que da la mismo mantener relaciones sexuales con una mujer o con un varón. Es decir, se precipita a esa juventud por el camino de la perversión y de la corrupción y al banalizar así la sexualidad se la aparta definitivamente de su finalidad procreadora con el resultado de afectar hasta la misma subsistencia de la sociedad.

El desenfreno de la libertad a que en este campo se incita contrasta con el aherrojamiento que de ella se propone en el campo de las iniciativas económicas, hasta el punto de hacer inviable la institución de la propiedad privada, condición necesaria para el ejercicio de la libertad. Obrando de esta manera se evita, por cierto, el mal uso que eventualmente se pueda hacer de esa libertad, pero se impide que ella rinda los frutos que tanto requiere el cuerpo social. A l final, el resultado es desastroso, condenando a multitudes a situaciones inaceptables de pobreza y de abyecta subordinación política.

Hay con todo algo aún de más grave. Es la legalización de un crimen como el de terminar con la vida de un niño que está por nacer. Se comenzó autorizándolo en tres causales; hoy, se presiona para que sea libre dentro de las primeras 14 semanas del embarazo y, sin duda, vendrán otras iniciativas para prolongar la legalización al menos hasta el momento del nacimiento. Lo cual es tanto más grave cuanto que se trata de presentar este crimen como un ejercicio de los derechos humanos reproductivos de la mujer. Es decir, al crimen se agrega la hipocresía.

Nadie puede dudar que al unirse un óvulo femenino con un espermatozoide masculino lo que de ahí resulta es un nuevo ser humano que en adelante no hace sino desarrollarse. Autorizar y aun promover su muerte alegando circunstancias externas a su condición humana significa simplemente aprobar un crimen y, como consecuencia, dejar cualquier otra vida humana expuesta a una suerte similar. La legalización del aborto como lo estamos viendo en Chile constituye, sin duda, el golpe más violento a la condición de civilizada de nuestra nación.

También cabe destacar que el hecho de saberse herederos de una misma historia, con sus luces y con sus sombras, con sus glorias y con sus dolores es sin duda uno de los factores más importantes que inciden en la unidad de una nación y que contribuye a proyectarla hacia el futuro. Por eso, no puede dejar de preocuparnos apreciar cómo entre nosotros hay un tenaz esfuerzo por desvirtuar y desconocer nuestra historia de modo de inducir para Chile un futuro de destrucción y de tiranía. Es cierto que durante el régimen militar vigente en Chile entre 1973 y 1990 se cometieron por agentes del Estado actos delictuales, algunos de mucha gravedad y que ellos deben recibir la debida sanción. Pero eso no puede significar que se tienda un manto de inocencia sobre el régimen marxista anterior presidido por Salvador Allende, y que se olvide cómo sus seguidores y funcionarios hicieron la apología de la violencia y la legitimaron como arma de lucha política. Y que, además, la emplearon hasta el punto de hacer necesaria la intervención militar para salvar a nuestro país de una segura destrucción. También se busca que olvidemos cómo entre 1973 y 1990 se pusieron las bases de un progreso nunca antes visto en Chile, sin perjuicio del mérito que tuvieron también los gobiernos posteriores que durante más de veinte años continuaron en la misma dirección. Por último, no puede olvidarse cómo, durante esos años, se restauró la democracia y sobre esa base se devolvió el gobierno a los civiles en 1990.

Estos son algunos de los puntos que marcan el desafío que enfrentamos como país, tal vez el más importante de nuestra historia: continuar y crecer para ser una mejor nación.

 Fuente: El Mercurio de Valparaíso - 19 octubre 2021.