Gonzalo Ibáñez Santamaría


Hoy se cumplen 50 años de la gran derrota, aquélla de la que fue víctima Chile con el triunfo de la coalición marxista encabezada por Salvador Allende. No se necesitó nada de tiempo para advertir la magnitud del desastre a que nos conducía el nuevo régimen. La historia de lo que pasó después es bien conocida para insistir en ella. Ahora, para que no se nos olvide, corresponde volver la vista a la historia que condujo al país ese desastre. A mi entender, hay dos hitos fundamentales.

El primero es el triunfo, en la guerra civil de 1891, de la clase alta santiaguina convertida en oligarquía. Es el origen del régimen parlamentario en Chile en el cual esa clase hacía y deshacía preocupada nada más que de satisfacer sus intereses de figuración. Si los efectos de ese desgobierno no se notaron durante un tiempo fue gracias a las riquezas que producía la explotación del salitre. Pero, bastó nada más que esa riqueza comenzara a extinguirse en 1918, con motivo del término de la primera guerra mundial, para que quedara a la vista la nada misma que para el país habían significado esos años. La miseria se abatió sin misericordia y constituyó el caldo de cultivo para que se organizaran los partidos que preconizaban la lucha de clases. Primero, el partido comunista (1922) y, después, el partido socialista (1933). El pueblo chileno no los siguió en un primer momento, pero sí se cavó entre ese pueblo y la clase alta chilena un profundo abismo producto de la desilusión y de la desconfianza que se apoderaron del primero de cara a la segunda; porque ese pueblo fue el que pagó los mayores costos. Sobre los hombros de esa alta clase social pesa la mayor responsabilidad por lo que sucedió entonces y después. Y por eso mismo, los partidos donde esa oligarquía militaba -los de derecha- nunca más volvieron a tener un real peso en la política chilena. Nunca después han podido recobrar la confianza de las grandes mayorías nacionales.

Pero, entretanto, la lucha de clases se enfrentaba a una barrera que parecía infranqueable. Era la que oponía la religión cristiana firmemente arraigada en el corazón de los chilenos. Pero, esta barrera comienza a ceder en la década de 1930 y se desplomó en 1957 cuando, con el apoyo de clérigos y obispos católicos, se creó el partido demócrata cristiano para el cual “el comunismo era el deber no cumplido por los cristianos”. En los años de la década de 1960 se dio el siguiente paso: “para ser buen cristiano hay que adherir a la doctrina y a la praxis marxista”.

Fue así como, en 1964, triunfó Eduardo Frei Montalva del partido demócrata cristiano, apoyado incluso por John Kennedy a través del programa Alianza para El Progreso. Desde el comienzo, se dedicó a hacer realidad esos "principios": la destrucción de la agricultura chilena por la vía de la reforma agraria fue la primera víctima. Dedicada así a la aplicación de la ideología en vez de gobernar, no fue extraño que la democracia cristiana terminara en un gran fracaso su período de seis años y, por ello y por el enardecimiento que provocaba la prédica de la lucha de clases, muchas veces desde los púlpitos de las iglesias, lo peor sucedió a continuación en 1970. Las elecciones presidenciales las ganó Salvador Allende de la izquierda marxista, derrotando a la DC, cuyo candidato era Radomiro Tomic y a la derecha, con Jorge Alessandri a la cabeza. Fue así como Frei terminó ganándose oficialmente el apodo del “Kerensky chileno” en recuerdo de aquel político ruso que, presentándose como alternativa a los bolcheviques, terminó entregándoles todo su país.

El triunfo marxista de 1970 fue la consecuencia final del desplome de la república portaliana en 1891. Gracias a Dios, un grupo en nuestra patria supo mantener el espíritu de unidad nacional y de servicio al bien común. Fueron nuestras Fuerzas Armadas y de Orden. Ahí estuvieron presentes cuando el país las necesitó.

Fuente: https://www.facebook.com/gonzaloibanezsm/

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