Gonzalo Ibáñez Santamaría


 No se necesita ser un avispado analista para advertir como la situación política de Chile se descompone con rapidez. Y envuelta en ella, comienzan a descomponerse asimismo las demás dimensiones de nuestra vida comunitaria. Todo comenzó, claramente, el 18 de octubre pasado cuando la ola de violencia que se descargó sobre el país nos sorprendió a todos, comenzando por el mismo presidente de la República. Tan ajeno estaba él a lo que se fraguaba a sus pies que unos días antes proclamaba que Chile, en el concierto continental, era un verdadero oasis. La violencia le estalló a él antes que a nadie y puso a prueba su capacidad de gobernar a un país que, de la noche a la mañana, entró en un estado de máxima tensión.

Piñera, en vez de enfrentar el problema, buscó esquivarlo y cedió en lo principal. Nadie en Chile estaba haciendo exigencias de una nueva constitución. Incluso, la iniciativa que, al respecto, había tenido Michelle Bachelet, la presidente anterior, había caído en el vacío aún de los partidos que la apoyaban. En las demandas que comenzaron a vociferarse a partir del 18 de octubre ninguna se refería a una nueva constitución. Sin embargo, el 15 de noviembre, el gobierno y los partidos políticos, oficialistas y de oposición, acordaron que el gobierno procediera a llamar a un plebiscito para los efectos de deshacerse de la constitución vigente y dar paso a una nueva redactada a partir de una página “en blanco”. Era el precio que el gobierno, y con él el país, entraba a pagar por el retorno de la paz social. Sin embargo, la violencia no amainó y la constitución vigente, así agraviada, comenzó a convertirse en letra muerta. De mandar, el gobierno abrió un flanco para comenzar a ser mandado. Su ascendiente quedó severamente dañado como ha quedado a plena vista en estos días que corren.

A pesar de los insistentes llamados del mismo presidente y de su ministro de Hacienda a rechazar el proyecto de que se pueda sacar parte de los fondos de pensiones; y a pesar de las prevenciones que han manifestado casi todos los entendidos en la materia, de un lado y del otro del espectro político, varios parlamentarios de gobierno han decidido desoír estos llamados y sumarse a la oposición para aprobarlo.

El desafío a la autoridad presidencial es de magnitud. De consumarse esta maniobra, Chile puede quedar con un gobierno tan debilitado que de tal sólo retenga muy poco más que el nombre. Por eso, si son ciertas las advertencias que el presidente, sus ministros y los entendidos han manifestado de cara a este proyecto, el gobierno no puede dejar de usar hasta el último recurso que le franquean tanto la ley como la constitución, incluso, vetar el proyecto. En este caso, para rechazar ese veto y mantener la aprobación del proyecto se requieren dos tercios de cada cámara. Cada una de éstas sabrá cuál decisión adoptar, pero el gobierno podrá quedar con la conciencia tranquila de que hizo todo lo que podía para evitar lo que él considera un mal para el país y para su gente.

Al gobierno se le acaba el tiempo: mandar o ser mandado.