Cristián Labbé Galilea
Ante tantas acciones desafortunadas, inusuales e incluso groseras que vemos a diario en el quehacer político, tenemos la sensación de estar “curados de espanto”, y de sufrir una curiosa indiferencia ante la fatalidad. Nada nos asusta y menos nos impresiona. Para muestra un botón: esta semana, sin que la opinión pública se sorprendiera, la Cámara de Diputados rechazó “la incorporación de Augusto Pinochet en las reseñas de Presidentes de la República de la Biblioteca del Congreso”.
Para algunos esta resolución puede parecer trivial, pero esta pluma siente la obligación de advertir a sus leales parroquianos que estamos frente a una brutalidad, a una barbaridad, a una acción que, además de negacionista, es antidemocrática, y agravada al consumarse en “el templo de la democracia”, con el voto o abstención de políticos manifiestamente contrarios al revanchismo de la izquierda.
Tan delicada es esta resolución que no puede pasar desapercibida, toda vez que ella se enmarca en la ofensiva liderada por el Partido Comunista, no sólo para reescribir la historia y ocultar las responsabilidades de la izquierda en el quiebre institucional de hace 50 años, sino fundamentalmente para aumentar su influencia y poder en el gobierno, en momentos que éste vive una profunda crisis política.
Si alguien duda de hacia dónde apuntan los dardos de la izquierda más radical, debiera cruzar la resolución de los diputados con la iniciativa oficial de crear una “Comisión contra la Desinformación”, cuyos objetivos claramente atentan contra la libertad de expresión y el debate democrático. Básicamente, y qué duda cabe, estamos en presencia de un conjunto de iniciativas que buscan “cerrar la historia” con una sola versión de lo ocurrido hace 50 años…
Después de lo que estamos viendo, no debería sorprendernos que, en algún momento, surjan iniciativas que propongan “medidas de reeducación”, al mejor estilo estalinista o maoísta. Recuerde, mi ilustrado lector, que en la Unión Soviética de Stalin fue una práctica frecuente silenciar, y tratar de “reeducar a la fuerza” a todo aquel (intelectual, académico, cronista o simple ciudadano) que adhiriera a Trotsky, el otrora padre de la revolución. Similar situación se vivió en la China de Mao.
Sorprende que, en pleno siglo XXI, aún existan mentes conspiradoras pensando que la historia se puede tergiversar silenciando los hechos ocurridos en un pasado más o menos cercano. Especialmente si, como es nuestro caso, un número no menor de quienes fueron (fuimos) protagonistas en la década de los 70 están (estamos) dispuestos a decir las cosas tal cual sucedieron, y no a cohonestar versiones engañosas nada más que para aparecer como personajes políticamente correctos.
Se equivocan quienes creen que, sacándole un par de páginas al libro de la historia, los hechos pasados van a cambiar. El andar de la historia deja huellas que no se pueden borrar por un acuerdo político espurio… En la propia Biblioteca Nacional están las evidencias, indelebles, confirmando que Augusto Pinochet U. fue Presidente de Chile… ¡Gústele a quien le guste!
.