Ing. Jorge Sepúlveda Haugen


En las profundidades del Estado, allí donde se resguarda el poder legítimo de las armas, comienza a gestarse una inquietud silenciosa. No es visible a simple vista, ni estalla en escándalos cotidianos. Es más sutil, más estructural, más peligrosa. Se infiltra no por asalto, sino por ausencia. No es que las Fuerzas Armadas hayan sido conquistadas por el crimen organizado, sino que han sido lentamente rodeadas por un vacío: vacío de propósito, de comunidad, de resguardo simbólico. En ese vacío, la tentación crece.

Las instituciones armadas, por definición, representan el último muro entre el orden civilizatorio y la disolución. Su ethos se funda en la disciplina, la jerarquía, el sacrificio y la noción de pertenencia a algo superior. Pero esos pilares, sostenidos históricamente por valores compartidos y entornos de contención moral, han comenzado a erosionarse bajo el peso de una cultura que relativiza todo: la verdad, la autoridad, el mérito, incluso la patria. El resultado no es una traición abierta, sino una lenta descomposición que permite la entrada de un nuevo orden paralelo: el narcotráfico.

Allí donde el Estado se vuelve intermitente, el narco se instala como continuidad. Donde la logística oficial no llega con recursos, llega el incentivo en efectivo. Donde el sistema exige rotación sin soporte, aparece la red que promete estabilidad. Donde la familia está ausente y la sociedad no reconoce el esfuerzo, se ofrece un reconocimiento inmediato, aunque siniestramente distorsionado. No es necesario que la estructura militar colapse; basta con que algunos nodos estratégicos se desconecten emocional y simbólicamente de su misión original. Lo demás opera solo: desmotivación, ambigüedad ética, normalización de atajos, abandono interior.

El narcotráfico no entra con fusil. Entra con sentido. O mejor dicho, con una oferta de sentido donde el anterior ya no enciende. La seducción no ocurre por necesidad, sino por desconexión. Un miembro de las Fuerzas Armadas en un destacamento fronterizo no cae por debilidad moral individual, sino porque su estructura emocional ha sido sometida a una presión acumulativa: distancia de sus afectos, tareas civiles que no le competen, promesas incumplidas del Estado y una vida que transcurre entre lo olvidado y lo funcional.

En esa fisura, lo ilegal no irrumpe con estridencia, sino con suavidad. No se presenta como amenaza, sino como solución. Una entrega de información, un desvío menor, un transporte sin preguntas. Todo parece fragmentado, aislado, incluso justificado. Pero la lógica que se activa es sistémica. Lo que comienza como una excepción termina estructurando una red. Y cuando esa red se alimenta de la propia logística militar —vehículos, rutas, horarios, grados de confianza—, lo que se construye no es un caso aislado, sino una arquitectura invisible de colaboración no declarada.

Esa arquitectura no puede desmantelarse con más vigilancia. No existe cámara que disuada a quien ya ha perdido su vínculo con el propósito original. No hay ley que alcance si lo simbólico ya ha sido corroído. El problema, entonces, no es la debilidad normativa, sino la desintegración del lazo profundo entre el individuo y su rol. Allí donde el uniforme se convierte en rutina sin trascendencia, la lealtad es reemplazada por transacción.

Por eso, la respuesta no puede ser solamente punitiva. Lo que está en juego es el alma estructural de la defensa nacional. No se trata de agregar protocolos, sino de restaurar comunidad. No de aumentar castigos, sino de reconstruir sentido. Cada puesto fronterizo, cada regimiento aislado, cada destinación crítica debe ser observado no como un eslabón logístico, sino como un ecosistema emocional. Donde hay aislamiento, debe haber acompañamiento. Donde hay desgaste moral, debe haber refuerzo simbólico. Donde hay rutina vacía, debe haber narrativa viva.

La integridad institucional no nace del reglamento, sino del relato. Un soldado no se defiende solo con armas, sino con propósito. La pertenencia no se impone, se cultiva. Y eso requiere una transformación de fondo: dotar a las Fuerzas Armadas no solo de recursos materiales, sino de una reconfiguración de su rol en esta nueva etapa histórica. Un rol que combine el resguardo territorial con la custodia espiritual del país. Un rol que vuelva a despertar en sus miembros la convicción de que lo que hacen importa, que lo que representan trasciende, que lo que defienden es algo más que una línea en el mapa.

Mientras eso no ocurra, el narcotráfico seguirá avanzando no como enemigo, sino como sustituto. Y ese es el verdadero peligro. Porque cuando lo ilegal comienza a parecer más eficaz, más presente, más coherente que lo legal, no estamos ante una crisis institucional. Estamos ante una transición de régimen encubierta. Y si eso ocurre en las Fuerzas Armadas, no solo habremos perdido una institución: habremos perdido la posibilidad de sostener un país.

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