Pablo Ianiszewski F.
Cuando faltan horas para que se cumpla el vigésimo tercer aniversario de la caída de tres gigantescos edificios en el corazón de Nueva York y la ejecución de un imposible ataque al Pentágono, quisiera hacer una reflexión en torno a los engaños y las mentiras con las que se tejen las versiones oficiales de la Historia, narrativas que tantas veces obedecen a los intereses estratégicos de las grandes potencias mundiales antes que a la búsqueda honesta de la verdad.
Desde el extraño hundimiento del RMS Lusitania en 1915, donde murieron casi 1.200 personas, hasta aquella fatídica mañana del 2001 que acabó con la vida de otras 3.000, hay suficiente evidencia de que se permiten los ataques, o incluso se los provoca, para obtener un buen «casus beli» que movilice favorablemente a la opinión pública por medio de la opinión publicada. Así se hizo en Pearl Harbour como también en el famoso incendio del Reichstag alemán. A veces, incluso, se asesina a un presidente como Kennedy para quitarlo del camino que conduce a la realización de los planes del complejo militar-industrial.
Y si de mentiras se trata, los soviéticos no se quedaron atrás con la gran farsa montada en torno a la terrible masacre del bosque de Katyn, donde aniquilaron a cerca de 22.000 intelectuales, profesores y policías polacos, para posteriormente culpar durante décadas a los alemanes, mientras los historiadores se lo tragaban todo. No contaban eso sí con los avances tecnológicos que permitieron periciar los proyectiles alojados en los cráneos de toda esas personas, balas fabricadas en la URSS y disparadas desde los revólveres Nagant de la policía secreta comunista (NKVD). Por cierto, todavía no sabemos cuánta gente murió en la plaza de Tiananmén, en 1989, a manos del ejército rojo del Partido Comunista Chino. Es secreto de Estado.
No se trata entonces de paranoia conspirativa. Me declaro totalmente contrario a las teorías de la conspiración, porque me parecen en su gran mayoría irracionales, exageradas y sensacionalistas. Aquí estoy refiriéndome a evidencia, no a elucubraciones desmesuradas. Es esa evidencia la que me indica que vivimos en un entramado de versiones manipuladas por los medios de comunicación de masas, que a su vez son manipulados por los servicios de inteligencia, que a su vez son manipulados por el verdadero gobierno detrás de los gobiernos, cáfila compuesta por sujetos cuyos nombres jamás han aparecido en una papeleta de votaciones.
En este contexto, lo que sabemos del 11-S, pasados veinte años completos, sigue siendo totalmente insuficiente para explicar por qué la velocidad de derrumbe de los rascacielos iguala a la física de la caída libre natural sin resistencia de material. Sigue sin explicación el desplome del tercer edificio de 47 pisos al que ningún avión impactó, y donde se alojaban las principales oficinas de la CIA en la ciudad. Sigue sin ser explicado el video de la cámara de seguridad que estaba ubicada en el estacionamiento contiguo al infranqueable Pentágono, cuyas imágenes muestran el impacto de un cuerpo oscuro de tamaño reducido, de forma cilíndrica, punta ojival y carente de alas, cabina, cola y alerones traseros.
En este reino de las mentiras, no se sabe qué era la abultada caja adosada al vientre del avión que se observa en las filmaciones del segundo impacto. La aerolínea se ha negado a explicarlo "por motivos de seguridad nacional". Tampoco sabemos por qué el supuesto avión derribado en Pennsylvania no dejó ni el más mínimo rastro de fuselaje, tan sólo un cráter humeante. No se entiende porqué tantos edificios del mundo han sufrido incendios por muchas más horas sin desmoronarse, ni se explica por qué el equipo científico del físico Steven Jones detectó acero fundido y restos del poderoso explosivo de demolición militar "nanotermita" entre los escombros de las torres.
Y aunque se produce en una escala muchísimo menor, esta verdadera operación de propaganda y guerra psicológica que se orquestó en contra del pueblo norteamericano, buscando manipular la realidad y fabricar percepciones, tiene algo de similar al escandaloso fraude del convencional Rodrigo Rojas Vade, quien montó un personaje cuidadosamente estudiado para crear una farsa oncológica con fines políticos y económicos, cuyas consecuencias aún están por venir. Nuestro propio desastre del 18-O posee características de escenificación orquestada que lo asemejan a una verdadera demolición controlada de las instituciones públicas de nuestra República, con la participación especial del SEBIN venezolano y del G2 cubano.
La política contemporánea es un campo minado por todo tipo de engaños y espejismos. Por eso me acongoja presenciar tanta fractura ideológica y radicalización, ya que alcanzo a ver los hilos de los maestros titiriteros brillando contra el fondo del escenario. Desde la butaca, es una tarea difícil mantener la cordura en medio de una atmósfera tan enrarecida. Más fácil es ceder ante el irrefrenable impulso del rebaño, que se deja arrastrar por la propaganda, el eslogan y la demagogia populachera. El día en que cayeron las torres se dio inicio al fin de Occidente tal y como lo conocíamos. Desde entonces impera lo emocional. En ese momento era el miedo; hoy ha devenido en ira. Mañana, se los aseguro, mutará en tristeza.
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