Gonzalo Restini


 “I’ll never be your beast of burden, I’ve walked for miles, my feet are hurting” (“Nunca seré tu bestia de carga. He caminado por millas y me duelen los pies”), The Rolling Stones, 1978.


Es difícil de entender por qué, como parte de la reforma de pensiones, nuestro país insiste en meterse, aunque sea de a poquito, en el sistema de reparto, un berenjenal del que todo el mundo quiere escapar. Las razones para hacer de él una trampa mortal están a la vista de cualquiera. Bajo la inocente carnada de la “solidaridad intergeneracional”, en la que los trabajadores activos aportan para mejorar las pensiones de los actuales jubilados, se esconde un anzuelo afilado, de esos que, clavados en la carne, son muy difíciles de extraer. Una vez mordido no habrá escape y lo sufrirán, como veremos, las generaciones más jóvenes.

Los trabajadores del futuro serán cada vez menos. La bomba demográfica se ha activado ya hace tiempo: la tasa de natalidad era de 4,1 niños por mujer en 1970, 2,1 el año 2000 y 1,44 en la actualidad, la menor de América Latina. Una imparable ola de ausencia barrerá con los jardines infantiles primero, pasará sobre los colegios después y terminará arribando a las universidades. El mundo del trabajo será la estación de destino. Vendrán dislocaciones y reacomodos en múltiples sectores de la economía. Pero la conclusión inescapable es que el país tendrá menos trabajadores.

La otra punta del problema es la cantidad de personas mayores. Aunque a usted le cueste creerlo, en el mundo la esperanza de vida ha aumentado tres meses por año en los últimos 100 años. Chile, a pesar de su vilipendiado sistema de salud, lo ha hecho especialmente bien en este sentido. Un chileno promedio nacido en 1950 esperaba vivir hasta los 54 años. Hoy se acerca a los 83 y sigue creciendo, incluso por sobre países desarrollados como Estados Unidos.

Así se estructura esta fatal pinza: muchos viejos y pocos jóvenes. El diario El País en enero lo resumía así: “No sé quién me va a cuidar cuando sea viejo”, refiriéndose al caso chileno como el más dramático en Latinoamérica.

En un futuro muy cercano, digamos 2040, los aperrados Generación X (1964-1979) ya estaremos jubilados, los egoístas e indulgentes millennials (1980-1997) serán ya maduros y la Generación Z (1997-2012) estará en plena capacidad. Los recién llegados Alpha recién estrenarán sus diplomas. Para todos ellos habrá sido más difícil ahorrar y tener un bien raíz, el ahorro por excelencia, factores que sólo refuerzan la caída de natalidad.

En 1950 en Chile había 12 trabajadores por jubilado. En 1980 aún superaban los 9. Para 2040 se habrá desplomado a 2 (en 2.100 será sólo 1, pero eso está muy lejos). Cualquier sistema de reparto, aunque sea parcial, con esta matemática tan simple se demuestra insostenible. Por eso los jóvenes de hoy deberían ser sus enemigos más acérrimos. El anzuelo de hoy será el grillete de mañana: “Si son un par de puntitos. Y por un tiempo nomás”. Pero como todo impuesto, cuando se abre la puerta no hay vuelta atrás. Menos si la mesa está servida para un desfonde. Como cuando en una montaña rusa se empieza a caer, la pendiente es leve al principio, pero rápidamente la fuerza de gravedad desata su poder, las pensiones no alcanzarán y los jóvenes estarán llamados a aportar cada vez más. “¡Hay que ser más solidarios!”. “¡Casi la mitad de las cuentas quedó sin saldo hace años por culpa de la pandemia!”, agravando aún más el problema. En 2040, con un sistema full reparto, cerca del 31% de los sueldos se cotizarían para pensiones (más todos los otros impuestos) (1). Una verdadera pesadilla.

Alguien tiene que alimentar a los viejos del futuro dirá usted. Por eso los incentivos de la capitalización individual son tan buenos: preocúpese usted mismo. Aunque es cierto, puede que no alcance, que haya lagunas, informalidades, que la gente no quiera cotizar porque el descuento del sueldo es mucho (y mientras más reparto haya, mayores serán los incentivos a evadir).

Qué hacer entonces. Y la respuesta es muy simple. Los impuestos generales, con todos sus problemas, son al menos más justos que el reparto. La carga la llevan los que más ganan, considerando también las rentas del capital. El reparto es un impuesto al trabajo. Los mayores sueldos aportan más, pero con tope y sin considerar ningún tipo de ingreso adicional. Un billonario cotiza lo mismo que un subgerente. ¿No es acaso esta idea de solidaridad tremendamente injusta? Si cada paso hacia el reparto es un paso al desastre, ¿por qué entonces el gobierno insiste en avanzar, como un buey porfiado e irreductible, hacia un accidente que nos espera con completa seguridad?

Un dicho antiguo se viene a la memoria: “Un padre puede mantener a 7 hijos, pero 7 hijos no pueden mantener a un padre”. Si avanzamos, no habrá escapatoria para esos hijos. El sistema de reparto será para ellos el más injusto que se puede concebir, porque les impedirá cumplir sus propios sueños. Deben oponerse a él. Si no lo hacen, Mick Jagger resonará en sus cabezas por décadas: “Mi espalda es ancha, pero me duele”, mientras carguen, hasta el final, con el peso de la incompetencia de quienes los precedieron.

Fuente: https://www.latercera.com/pulso/noticia/columna-de-gonzalo-restini-bestias-de-carga/CKYPZCCOAJFNLBPCKKCN2C27TA/#

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