Joaquín García-Huidobro


Mucho se habla de que resulta totalmente ilegítimo hacer un golpe de Estado contra un régimen democrático, pero hoy en Chile esta es una cuestión trivial. Aunque hubo coqueteos con la violencia el 18 de octubre, no conozco a nadie que afirme lo contrario en la actualidad. La pregunta, a propósito de los 50 años del 11 de septiembre de 1973 es más bien: ¿cuándo se agotó la democracia chilena? En otras palabras, ¿el gobierno de la UP era rigurosamente democrático?

Para abordar una cuestión tan delicada, podemos comenzar por preguntarle a un par de políticos de indudable trayectoria democrática, testigos muy directos del proceso, que dejaron su opinión por escrito. El primero es Eduardo Frei Montalva. Basta con leer su carta a Mariano Rumor, presidente de la Unión Mundial de la DC, para concluir que estaba convencido de que el gobierno de Allende, aunque había sido elegido democráticamente, había dejado de serlo.

Nuestro segundo testigo se llama Patricio Aylwin. Quien quiera conocer su postura puede leer sus memorias. Por si alguien no tiene tiempo para hacerlo, le anticipo que su respuesta es negativa. Más allá de su pronta oposición a Pinochet, ambos consideraron que la democracia estaba rota antes del golpe de Estado.

Sin embargo, ellos no eran los únicos protagonistas. Pensemos en los integrantes del núcleo fundamental de la UP, comenzando por el partido del propio Presidente, el Socialista. Hoy son personas tranquilas y dialogantes, pero, como es conocido, el año 1967 reivindicaron la legitimidad de la vía armada, y no se retractaron de tal idea en esos años.

El otro socio principal era el Partido Comunista. Es verdad que, a diferencia del anterior, se había mantenido dentro de la legalidad, pero pocos años antes no había dudado en celebrar la entrada de los tanques que aplastaron la Primavera de Praga, y mantenía una completa dependencia de Moscú. Es decir, no tenía mucho de demócrata, salvo su afinidad a las democracias populares, esas que ponen muros, guardias, perros y alambradas para impedir que la gente salga de ellas.

Si lo anterior no basta, podemos preguntarle al propio presidente Salvador Allende. Dice Ricardo Lagos que “sus credenciales democráticas no están en cuestión”. Sin embargo, no hay que omitir ciertos problemas. Él se definió más de una vez como marxista-leninista. ¿Era Lenin un demócrata? Es cuestión de abrir cualquiera de sus libros para darse cuenta de que su proyecto era la negación misma de la democracia. Naturalmente, podemos decir que esas declaraciones suyas eran solo pose, pero eso significa salvar su carácter demócrata al costo de transformarlo en maquiavélico. La suya es una figura tan interesante como ambigua.

¿Y la UP? Pensemos, por contraste, en cómo transcurre la vida bajo gobiernos democráticos (Alemania, Costa Rica, EE.UU.). ¿Realizan esfuerzos para controlar el papel que abastece a los diarios, clausuran prensa o dificultan la ampliación de la cobertura de canales de TV? No.

Tampoco existen muchas democracias donde el Estado realice procesos masivos de expropiación agrícola, que lo lleven a controlar casi toda la superficie rural del país. Alemania tuvo racionamientos en la posguerra, pero las tarjetas no se repartían por entidades afines al régimen, como era el caso de las JAP.

En los países democráticos gran parte de los bienes de producción están en manos privadas. Si pertenecen al Estado es porque han sido fundados por él o comprados a precio de mercado. No se han adquirido mediante expropiaciones sin pagar una justa indemnización antes de la toma de posesión de la industria. Mucho menos se permite que grupos privados tomen el control de las fábricas por métodos violentos. Y si los tribunales declaran que esos bienes deben ser restituidos a sus dueños, el gobierno no impide que la fuerza pública cumpla las resoluciones de la justicia.

A lo mejor la memoria me falla, pero en ninguno de los regímenes democráticos que conozco el Poder Legislativo, la Contraloría y el Poder Judicial han declarado unánimemente que el gobierno ha infringido sistemáticamente la Constitución y las leyes.

También vale la pena atender a la meta que se proponía la Unidad Popular. Se hablaba de la “vía chilena al socialismo”. ¿Qué era el socialismo en ese entonces? No precisamente el de Felipe González o Ricardo Lagos. Es decir, aunque los métodos fueran democráticos en teoría, la meta claramente no lo era.

Para esto resulta muy ilustrativo el discurso de Salvador Allende ante el Congreso Pleno el 21 de mayo de 1971. Difícil encontrar una ocasión más solemne. Ese texto es una obra de arte de la oratoria, pero difícilmente puede pasar una prueba democrática. En él aparece claro que el movimiento hacia el socialismo es inevitable, que hasta ahora se ha conseguido por medios violentos (Cuba, la URSS), pero que en Chile estamos intentando un camino distinto, que supone, sin embargo, la aquiescencia del Congreso. El mensaje está claro: al socialismo se llegará por una necesidad histórica; a sus oyentes les queda elegir si se hará por las buenas o por las malas. Eso tampoco suena muy democrático.

El quiebre de nuestra democracia y sus consecuencias fueron una tragedia. También es verdad que no son aceptables los golpes de Estado contra regímenes democráticos. La pregunta incómoda es cuándo se rompió nuestra democracia y si la prohibición de esas rupturas incluye a las revoluciones, tan queridas por cierta izquierda de entonces y de ahora.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el domingo 6 de agosto de 2023.