José Miguel Aldunate H.
Director de Estudios del Observatorio Judicial


Ientras la Comisión de Expertos debatía sobre el establecimiento de una Corte Constitucional, el Tribunal Constitucional protagonizaba una polémica al rechazar el requerimiento contra los indultos. Los que creemos en la justicia constitucional cerrábamos los ojos y apretábamos los dientes. Como era de esperar, el Gobierno presionó a sus ministros en el TC, mientras la oposición hacía lo propio con los suyos. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. “Conozco a mis colegas, sé cómo votan y sé de dónde vienen, de qué partido y a quién responden”, lamentó el ministro Ignacio Vázquez. Eso se llama honestidad. Desde hace demasiado tiempo, los que acuden al Tribunal Constitucional cuentan los votos. Tal y cual ministros están con el Gobierno; tal y cual otro con la oposición. Todos los saben. Todos hacen el teatro de presentar sus argumentos y pretender que lo que allí ocurre es deliberación y no un simple ejercicio de suma y resta. Y todos celebran o se escandalizan cuando el TC resuelve. Eso se llama hipocresía.

Lamentablemente, algunos creen que se trata de una obviedad, un hecho de la causa, como cuando la ministra Brahm dijo con la mayor soltura que sí, que naturalmente el TC era la Tercera Cámara, descartando la crítica de Atria como la de un ingenuo que no entiende cómo funciona el mundo.
Pero, bien visto, también el argumento de Atria descansa en la tesis de que es imposible que el TC falle en derecho, que la imparcialidad es una quimera, que lo único que existe es el poder. Bajo este predicamento, es lógico que quiera eliminarlo. Esto se llama cinismo.
Entre la escasez de honestos, el teatro de los hipócritas y el descaro de los cínicos, se hace difícil la defensa del Tribunal Constitucional para quienes creemos que el órgano es indispensable para el buen funcionamiento de la democracia. Por supuesto, la discusión en la Comisión se centrará en los aspectos técnicos, como la integración de la Corte Constitucional, los efectos de la acción de inaplicabilidad o la extensión del control preventivo.

Todo eso está muy bien, pero lo que está al fondo de esa discusión, de cara a la opinión pública, es cómo configurar una Corte Constitucional que arbitre las tensiones políticas sin convertirse, ella misma, en otra repartición del poder y nada más. El ideal sería contar con un Tribunal Constitucional honesto, que resuelva conforme al derecho y no ceda a las presiones políticas. Pero sabemos que el cínico no cree en los ideales. Por eso, los expertos harán bien si diseñan el órgano para una república de cínicos.

Parafraseando a Kant, la pregunta es si un buen diseño institucional puede hacer que incluso una Corte Constitucional integrada por demonios decida de manera angelical, o si es imprescindible que el Tribunal tenga una fe honesta en su misión institucional. En el intertanto, el Tribunal Constitucional podría, al menos, practicar la hipocresía: es el tributo mínimo que los cínicos deben pagar a los honestos.

“El ideal sería contar con un Tribunal Constitucional honesto, que resuelva conforme al derecho y no ceda alas presiones políticas. Pero sabemos que el cínico no cree en los ideales”.

Fuente: Diario Financiero

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