19 enero, 2021
Vanessa Kaiser
Candidata a concejal por Las Condes
No cabe duda de que el Estado chileno es un botín de los partidos tradicionales. El proceso constituyente debiera ser la instancia para poner límites a todos los poderes fácticos, incluso a aquellos que se visten de iure.
La emergencia de nuevos liderazgos ha generado disgustos en la derecha. Proliferan los ataques y descalificaciones maniqueas en cuyo marco algunos se ubican a sí mismos en el “buen” centro político y a sus competidores en el “mal” extremo. Esa es la estrategia para capturar al votante mediano que, naturalmente, evita todo contacto ideológico con la realidad.
Quienes demonizan a sus pares calificándolos de “extremos” han abusado de la falacia del punto medio y de cierto amiguismo mediático que les reserva una tribuna dócil y servicial a sus propósitos. La falacia del punto medio opera desde un prejuicio cognitivo según el cual las posturas de centro, por ser integradoras, son automáticamente acertadas. Pero puede que no sea así; que todo lo que se plantea bajo el romántico prisma de la moderación y del compromiso encubra las peores intenciones, respondiendo a intereses mezquinos que nada tienen que ver con el bien común.
El asunto es que, con una izquierda que abraza la violencia, apoyada por sectores hipermovilizados de la sociedad civil y parte importante de la prensa, los puntos cardinales del mapa político cambiaron y ser “extremo” ha perdido su significado. Antes el extremo lo habitaba quien promovía un proyecto totalitario y usaba la violencia para conseguir el poder; hoy basta con defender una agenda de valores que conservan un modelo otrora liberal y con rechazar la promoción de ciertas formas de vida desde el Estado. Así, la realidad es que en la derecha chilena nadie quiere imponer por la fuerza un proyecto totalitario, aunque algunos de sus miembros insistan en abusar de la falacia del punto medio al calificar a parte de su sector de “extremo”, manipulando de forma descarada a la opinión pública. Y como la tribuna mediática les reserva un espacio exclusivo y sin competencia, se han transformado en un poder fáctico. No sólo gozan de una especie de fuero que inspira la genuflexión de periodistas que nunca indagan en los fundamentos de las acusaciones, sino además cuentan con políticas editoriales que suelen negar el derecho a réplica de los calificados de “extremos”.
En este marco de políticos centristas “intocables” llamó la atención leer, la semana pasada, a Evelyn Matthei. La alcaldesa de Providencia, en entrevista a un diario electrónico de izquierda, usó la retórica roja del antagonismo, la división social y la teoría de la conspiración para atacar a Sebastián Sichel, quien fuera uno de los ministros mejor evaluados del actual gobierno. En breve, Matthei lo acusó de ser el representante de empresarios, políticos y centros de estudio que no quieren perder sus privilegios. Nunca dio los nombres ni justificó sus dichos; el mensaje quedó rebotando en la opinión pública y el efecto mediático será difícil de revertir.
Pero si nos extraña el discurso chavista en boca de una mujer de derecha como Matthei, aún más curioso es el espaldarazo que Carlos Peña en una de sus columnas dio al bombardeo de la alcaldesa. Lamentablemente, nadie levantó el guante. Y digo que lo lamento, porque una profundización en su tesis respecto a que habría un poder de iure y un poder de facto -el primero representado por los partidos institucionales y el segundo, por grupos de interés que podrían estar a la base de la candidatura de Sichel- es un aporte al debate público. De ahí que propongo aprovechar este espacio y profundizar, brevemente, sobre la posibilidad de que exista una élite de académicos y empresarios (poder de facto) con la capacidad de levantar un candidato artificial y manipular a una mayoría de chilenos para que voten por él, aplastando la voluntad del pueblo, todo con el fin de conservar sus privilegios.
Más allá de la teoría, ¿es cierto que el poder de iure y el poder de facto se encuentran estrictamente separados? Basta una breve revisión del pasado reciente para encontrarse con diversos casos de financiamiento de campañas e influencias en el congreso, muy anteriores a Sichel y transversal a todos los partidos, para echar por tierra la tesis de que Sichel sería “el” representante de los poderes fácticos.
Otro aspecto abordado por Peña en su columna, y que generaría sospechas, es la independencia del candidato. La reflexión se sintetiza del siguiente modo: si Sichel es independiente, entonces no representa a la derecha de iure, de lo que se sigue que podría representar a la derecha de facto. El problema es que la división pura iure/facto sólo es pensable en la teoría. La realidad muestra que hay grados de influencia entre ambos y en eso Peña tiene razón cuando afirma que existe un problema grave para la democracia si el poder de facto aplasta al poder de iure. Pero su argumento falla no sólo porque, desde una perspectiva purista y ahistórica, supone que los partidos, por su carácter institucional, operarían sin ninguna relación con los poderes fácticos. Falla, además, en la medida que desconoce los motivos del candidato para mantener su independencia partidaria. Sichel plantea que sólo como independiente podrá hacer cambios reales en la captura que los partidos políticos han hecho del Estado. En este contexto, ¿no son los mismos partidos un poder fáctico? Y, ¿no es ese el problema de fondo en el mal funcionamiento de servicios públicos cuyos funcionarios en lugar de ser profesionales de excelencia son operadores de partidos?
No cabe duda de que el Estado chileno es un botín de los partidos tradicionales. El proceso constituyente debiera ser la instancia para poner límites a todos los poderes fácticos, incluso a aquellos que se visten de iure. Para ello debemos tener claro, contrariando la tesis de Peña, que el mero carácter institucional de los partidos no resguarda al poder de iure ni los hace representantes del mismo. Muy por el contrario, con incentivos mal puestos, los partidos políticos se transforman en un poder de facto absoluto e incontrarrestable, dado que no sólo diseñan las reglas del juego, sino que, además, tienen en sus manos el monopolio de la coerción.
Fuente: https://ellibero.cl/actualidad/vanessa-kaiser-poderes-facticos/
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