29 agosto, 2020 

 

 

 

 

 

Pablo Paniagua
Investigador Senior FPP. Ingeniero Civil Industrial.
Magíster en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán.
PhD (C) en Economía Política de la King’s College London.


Que el ministro de Hacienda en persona reconozca la actual desdichada e ineficiente realidad de nuestro Estado chileno debería ser el sano inicio de una profunda reevaluación intelectual de su rol, no sólo en crisis como esta, sino que también en el debate más amplio —y hoy lamentablemente ideologizado— con respecto al papel práctico que debiese tener en la provisión de bienes públicos de calidad y de forma eficiente.


Una de las reflexiones más importantes que debiéramos hacer, ahora que estamos viendo la luz al final del túnel pandémico, es acerca de cómo lo ha hecho el Estado de Chile frente a la crisis sanitaria; así podremos dar luces y sincerar su eficiencia y capacidad. El Estado ha tratado de implementar una gran cantidad de iniciativas para enfrentar la peor crisis sanitaria y económica de los últimos cien años. Sortear los devastadores efectos sociales y económicos depende de la real capacidad del Estado para actuar de manera eficiente y eficaz con sus programas sociales. La forma que esto se ha hecho es muy ilustradora para hacernos conscientes de las restricciones y falencias que posee nuestro Estado, sobre todo frente a ciertos argumentos que se enarbolan para que éste sea el ente monopólico de “lo público”.

No cabe duda de que la crisis del COVID-19 ha sido el desafío sanitario y de política pública más complejo que afronta la humanidad desde, al menos, la primera mitad del siglo XX. Las fuertes amenazas sanitarias y logísticas a la vida de las personas y a la economía sin duda han marcado la agenda en estos últimos seis meses, poniendo a prueba a los Estados de todo el mundo, desde los Estados de bienestar europeos, hasta los Estados más débiles del hemisferio sur. Estos Estados se han visto implementando variopintas medidas y paquetes de ayuda para combatir la pandemia en sus frentes social y económico. Sin embargo, las deficiencias e ineficiencias en el actuar y en la implementación de dichas medidas de ayuda han abundado en todo el mundo. El Estado de Chile no ha sido la excepción y también ha experimentado serias deficiencias al implementar soluciones estatales rápidas y efectivas a nuestra grave situación sanitaria.

Por ejemplo, ha habido serias críticas al funcionamiento del Servicio de Impuestos Internos en la verificación de datos personales para entregar los subsidios ya aprobados por ley, pues no se reparó en las dificultades de gestión involucradas. A esto se suman las dudas que ha tenido la población respecto a la real velocidad de acción e implementación del Estado y la incompetencia del Registro Social de Hogares. Triste evidencia de lo anterior ha sido el caso de las famosas cajas de alimentos y el fracaso del Estado en poder repartirlas de forma eficiente, rápida y efectivamente a quienes más las necesitaban. Además, la lentitud de las acciones multisectoriales y superpuestas dentro del aparato público y entre distintos ministerios han dejado en clara evidencia las importantes ineficiencias por parte del Estado, dado el exceso de burocracia. Paradigmático de lo anterior ha sido el hecho de que muchísimas inversiones privadas se encuentran hoy detenidas por razones meramente burocráticas, producto de la paralización de innumerables reparticiones del Estado.

El Congreso Nacional empleaba a menos de 350 personas en 1990 y hoy emplea a casi a 3.000

Muchos funcionarios —aquellos benevolentes servidores “de lo público”— no han visto modificados sus ingresos debido a la pandemia, pero aún así no han sido capaces de retomar sus tareas “públicas”, ya sea física o telemáticamente, para destrabar los miles de trámites obligatorios de los privados y así agilizar los proyectos de inversión en el país y contribuir a la reactivación. Por ejemplo, muchas Direcciones de Obras Municipales se encuentran virtualmente paralizadas y con pocas señales de querer contribuir a destrabar la paralización de los trabajos. Esto se ha convertido en un grave cuello de botella estatal-burocrático que impide el proceso de reactivación económica que tanto necesitamos para disminuir el desempleo y la pobreza; el Estado y sus reparticiones están remando al revés.

Estos ejemplos son ilustrativos de los serios problemas que ha experimentado el Estado de Chile al implementar políticas públicas adecuadas para mitigar el daño de crisis. El origen de estas ineficiencias es bien sabido; sucede que el Estado chileno ha experimentado un histórico y abultado crecimiento durante las últimas décadas: la burocracia es enorme y además inoperante y diseñada para problemas del siglo pasado (CEP 2018). Chile es hoy el país con más ministerios de la OCDE (24 ministerios). Una muestra tristemente notable de lo anterior es que el Congreso Nacional empleaba a menos de 350 personas en 1990 y hoy emplea a casi a 3.000. Al 2018, según estadísticas del INE alcanzamos un millón de empleados públicos, con un crecimiento del número de funcionarios de un 26,3% en sólo cinco años.

Por su parte, los programas sociales —que sin duda son necesarios e importantes— se abultaron sin freno durante la última década, pero prescindiendo de eficiencia, efectividad y evaluación. De hecho, hay muchos programas sociales que han sido mal evaluados por casi una década —es decir, de alto gasto público y muy bajo impacto social—, sin embargo, el Estado chileno no ha hecho nada al respecto. Un estudio de LyD, realizado a partir de información oficial del Estado entre el 2011 y el 2019, evidencia que, de 131 programas sociales evaluados, sólo el 5% obtuvo una clasificación “buena”, y un 60% de dichos programas obtuvo nota “insuficiente”. Inexplicablemente, la factual longevidad de todos aquellos programas “insuficientes” e ineficientes del Estado es de 16 años promedio y contando, a pesar de que el propio Estado los considera “insuficientes” en su calidad e ineficientes en su prestación. Es decir, el Estado chileno es consciente de su inoperancia, ineficiencia y de la baja calidad de los servicios públicos prestados, pero lleva décadas sin hacer nada al respecto. La evaluación crítica con base en resultados, impacto y eficiencia no ha sido ni es parte de la cultura del sector público nacional.

Lo evidenciado anteriormente no es una visión sesgada, ya que ha sido perfectamente reconocido por el actual ministro de Hacienda Ignacio Briones, quien, a mediados de julio y en plena pandemia, reconoció en televisión que: “es el momento de unirnos también en una gran reforma al Estado, porque el Estado, honestamente creo que se muestra con mucha nitidez, no ha dado el ancho. El Estado hace agua frente a emergencias como esta (…) lo constato en el día a día, no tenemos los recursos ni las capacidades para avanzar y para poder atender sin burocracia y con mayor celeridad demandas que son urgentes. (…) Lamentablemente tenemos un Estado lento, poco ágil y pesado que hace difícil que eso ocurra”.

La expedita gestión por parte del sector privado del complejo y masivo retiro del 10% de los cotizantes realizado por las AFP deja en evidencia el abismo de eficiencia y capacidad de reacción que existe entre el sector privado y el Estado en cuanto a gestionar problemas sociales y colectivos bajo presión y en la provisión y gestión de bienes públicos y sociales.

Que el ministro de Hacienda en persona reconozca la actual desdichada e ineficiente realidad de nuestro Estado chileno debería ser el sano inicio de una profunda reevaluación intelectual del rol del Estado, no sólo en crisis como esta, sino que también en el debate más amplio —y hoy lamentablemente ideologizado— con respecto al real rol práctico que debiese tener en la provisión de bienes públicos de calidad y de forma eficiente. Me parece que esas sinceras palabras son evidencia clara de los límites y riesgos que existen al extender al Estado como el solo ente omniabarcante y monopolizador de “lo público”, como promueven algunos intelectuales y abogados constitucionalistas irresponsablemente.

Pero no todo ha sido negativo durante esta pandemia: quizá la experiencia más positiva del Estado en estos últimos seis meses haya sido el liderazgo comprometido por aumentar la productividad y la capacidad del sector médico. En ese sentido, las acciones premeditadas y de preparación para la emergencia, lideradas por el exministro Mañalich aumentaron la capacidad y la productividad del sector público con resultados que mejoraron el bienestar social durante la pandemia. El sostenido aumento de las camas UCI, acompañado de una cercana cooperación y coordinación con el sector de la salud privado, permitió, entre abril y junio, un incremento de los ventiladores totales en un 94% y una adecuada gestión y traslado de pacientes desde las zonas al borde de la capacidad hospitalaria hacia otras zonas colindantes con mayor holgura. Este buen ejemplo demuestra que, cuando el Estado se coordina para colaborar con el sector privado de forma armoniosa y razonada para proveer eficientemente bienes públicos, ¡todos ganamos!, incrementando el bienestar social a través de una cooperación público-privada, incluso durante periodos tan acuciantes como una pandemia. Esto no es ideología “neoliberal”, sino simplemente pragmatismo y reconocimiento de la realidad y las limitaciones que tiene nuestro Estado chileno.

Aceptando toda esta evidencia que muestra cómo el monopolio de lo público por parte del sector estatal es mucho menos eficiente que la cooperación con el sector privado y llevando al Estado chileno al banquillo post-pandémico, resulta al menos cuestionable que progresistas y gente del mundo de izquierda continúen obcecadamente viendo la cooperación del Estado con privados —para la adecuada provisión de bienes públicos como salud, pensiones y educación— como si fuera un pecado mortal neoliberal. En este sentido, el actuar del sector privado durante el último mes puede arrojar ciertas luces esclarecedoras para que los intelectuales “de lo público” puedan abrir los ojos: la expedita gestión por parte del sector privado del complejo y masivo retiro del 10% de los cotizantes realizado por las AFP —en tiempo record y en plena pandemia, con baja volatilidad accionaria y con excelentes niveles de satisfacción— deja en evidencia el abismo de eficiencia y capacidad de reacción que existe entre el sector privado y el Estado en cuanto a gestionar problemas sociales y colectivos bajo presión y en la provisión y gestión de bienes públicos y sociales.

Quizá nuestros paladines de “lo público” y la “pandilla anti-neoliberal” deberían abrirse un poco más a la realidad pragmática llena de matices y a la cooperación, reconociendo de paso la importancia del pluralismo institucional y la evidencia comparada que nos arroja el débil y limitado actuar de nuestro Estado durante la actual pandemia. Es probable que así puedan despojarse de sus ideológicas anteojeras leviatánicas y centralistas; para comprender finalmente el rol vital que poseen los privados, la sociedad civil y los usuarios en la provisión, coproducción y mantención sustentable de los bienes públicos y en el incremento sostenido del bienestar social. Si este cambio de paradigma ideológico desde una visión binaria hacia una pluralista y pragmática pudiese llegar a ocurrir, entonces esta pandemia no habrá sido en vano.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/pablo-paniagua-el-estado-al-banquillo-post-pandemico/

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