20 de julio, 2020
Pilar Molina
Periodista
Juntar la democracia con el desarrollo es una hazaña, por eso solo un puñado de naciones tiene el privilegio de disfrutar de ambas cosas. Desconociendo los límites institucionales, de manejo económico y de control de la violencia, Chile comienza a transitar por el pasillo que conduce a perder una o ambas dos: la democracia y la posibilidad de llegar a ser un país desarrollado.
¿Se acuerdan de esa expresión durante el gobierno de Michelle Bachelet 2? La decían con orgullo la Presidenta y sus ministros: “Hemos logrado correr el cerco” y nunca más podrá eliminarse la educación superior gratuita, nunca más será posible revertir la legalización del aborto, que fueron dos de sus proyectos emblemáticos. Pero fueron muchos otros con los que buscó acrecentar los derechos sociales, derribar valores sociales tradicionales o reconocer un mayor rol al Estado. Tantos, que a días de dejar La Moneda en 2018 señaló que “tal vez la mayor enseñanza de estos años” (su segunda administración) es que “pudimos comprobar que se puede correr el cerco de lo posible”.
No lo hizo sola, por supuesto, sino que al amparo de una mayoría de izquierda en el Congreso que, junto a la DC, le ofreció la retroexcavadora para avanzar y eliminar los fundamentos del sistema de economía social de mercado que nos rige. La administración de Bachelet fue generosa en correr los límites de lo posible. Lamentablemente no para hacer mejores políticas públicas, para asegurar que los recursos lleguen a los más vulnerables y se asignen bien, para hacer más productivo el país y generar mayor riqueza. Todo lo contrario, el crecimiento promedio de sus cuatro años fue inferior al 2% sin que hubiera crisis internacional, terremoto o pandemia. Eliminar las concesiones dejó hospitales sin construir y disparar a la educación particular subvencionada no mejoró la calidad de la enseñanza ni pública ni privada.
Pero se instaló el concepto de que no hay escrutinio que valga frente a la voluntad de la mayoría parlamentaria que obtuvo por primera vez la izquierda desde el regreso a la democracia. Y comenzamos a transitar rápidamente al derrumbe de los cercos de la institucionalidad. El ejercicio comenzó cuando se aplicó la gratuidad a la educación superior sin ley, vía glosa presupuestaria, y ha continuado en esta administración con la tramitación de una proliferación de proyectos inconstitucionales con la venia de todos los partidos de oposición. Todos, incluidos los que tampoco reconocen el derecho del gobierno a usar sus facultades constitucionales, como el veto. El Congreso resolvió modificar la institucionalidad que le dio vida rediseñando de facto el marco constitucional, lo cual ha sido aprovechado por otros poderes para también transgredir las normas. Ejemplos hay muchos, como cuando la Corte Suprema anunció su decisión de ejercer un control jurisdiccional respecto de las resoluciones del Tribunal Constitucional, o con jueces que en vez de aplicar la ley, legislan en materia previsional, o fiscales que formalizan a quienes cumplen el mandato de hacer valer las medidas de control sanitario durante la pandemia.
De la mano, se ha ido corriendo el cerco de la violencia. La sociedad perdió la repulsión frente a ella y parte de la oposición coquetea con el saqueo, los incendios del Metro y los desmanes masivos cuando pueden servir a sus propósitos de poder. Estos días hemos visto a varios parlamentarios extorsionar con la violencia si no se legisla como ellos desean, y callar, como lo hicieron después del estallido social, frente a la delincuencia previa que quiso obligar a los diputados a votar a favor del retiro de ahorros para la vejez de las AFP el miércoles pasado.
No hay democracia sin respeto a las minorías, pero aquí son las minorías, especialmente los comunistas y el Frente Amplio, las que arrastran a la oposición a hacer de la intolerancia el método de relación política. Descalificaciones, garabatos, acusaciones constitucionales para el Presidente y sus ministros en el hemiciclo, querellas contra las autoridades en los tribunales. En una mirada al pasado, sugieren la guillotina o que niños le disparen a la máxima autoridad del país.
Ningún país ha alcanzado el desarrollo abriendo los cercos para la violencia. Es lo que evidenció la protesta en Estados Unidos a propósito del hombre negro que fue asfixiado por un policía en abril. El estallido duró un par de días porque la oposición al presidente Trump y hasta la familia de la víctima coincidieron en condenar la violencia y pedir no usarla como arma de cambio político. Instaron, por el contrario, a usar los métodos de la democracia, el voto en las próximas elecciones. En Chile, en cambio, normalizamos la agresión con las bombas molotov durante las protestas estudiantiles y luego en los liceos emblemáticos. Cuando llegó el estallido social, ya estábamos iniciados en estas prácticas.
Otro cerco que corrió con éxito Bachelet es que basta la buena intención, como el afán igualitarista, para aceptar políticas públicas que no focalizan los recursos en los más vulnerables, que son regresivas y que dañan la iniciativa privada. La gratuidad en la educación superior y la destrucción del mérito con los colegios emblemáticos, así como el intento de destruir la educación particular subvencionada, fueron ejemplos de ello. El impulso ha continuado con la aprobación de leyes como el postnatal de emergencia y ahora, decía el presidente de Partido Socialista, han vuelto a correr el cerco para aprobar el retiro de los fondos de las AFP.
Es evidente que el gobierno también ha ayudado, porque muchas veces ha reaccionado sumándose a las propuestas que arrasan los límites, como ocurrió con la iniciativa comunista de bajar a 40 horas la jornada laboral. Y enfrenta tímidamente estos proyectos que transgreden la Constitución con resquicios, sin atreverse a llevarlos al Tribunal Constitucional que, aunque desprestigiado, es parte del ordenamiento jurídico. ¿Vetarlos? Ni hablar.
Juntar la democracia con el desarrollo es una hazaña, por eso solo un puñado de naciones tiene el privilegio de disfrutar de ambas cosas. Desconociendo los límites institucionales, de manejo económico y de control de la violencia, Chile comienza a transitar por el pasillo que conduce a perder una o ambas dos: la democracia y la posibilidad de llegar a ser un país desarrollado.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/pilar-molina-el-resultado-de-correr-el-cerco/
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