01 de julio, 2020
Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor
Siendo que entre los empresarios es fácil encontrar individuos sobresalientes por su inteligencia, buen juicio, capacidad de trabajo y de liderazgo, en los anales casi no existen grandes gobernantes provenientes de esas filas y, en cambio, no son raros los casos de malas experiencias de grandes empresarios devenidos en mandatarios.
Cuando, a mediados de 1973, tuve en mis manos el primer ejemplar de lo que más tarde sería llamado “el ladrillo”, yo sabía que su lectura me iba a provocar un duro conflicto de conciencia. Ello, porque el voluminoso documento, fruto de muchos meses de trabajo de un numeroso y muy transversal conjunto de connotados economistas, contenía un programa de gobierno económico que, sin perjuicio de provocar una gran prosperidad en un futuro próximo, en el corto plazo sería terriblemente destructivo para la mayor parte de la industria manufacturera de la que yo, como presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA), era el máximo representante. Habíamos sido los encubiertos gestores y financistas de ese grupo de economistas, de modo que, si ese programa económico se llegaba a aplicar, seríamos directos responsables de una profunda crisis en nuestro propio sector.
Pero no había alternativa. La prolongación hasta sus últimas consecuencias del modelo económico de sustitución de importaciones, agravado por un trasnochado intento de sociabilización, había llevado al país a una decadencia económica insoportable. En esos momentos Chile tenía a un tercio de su población bajo el límite de la extrema pobreza, casi todos sus recursos en moneda extranjera provenían de la exportación de cobre, cuya producción se había reducido en más de un tercio, y la asignación de los recursos que provenían de una magra inversión se canalizaban en busca de utilidades más dependientes de las protecciones aduaneras que de la buena productividad. Habíamos llegado al ridículo extremo de tener media docena de plantas automotoras que producían menos de los veinte mil vehículos motorizados que demandaba anualmente el anémico mercado interno. Era, pues, indispensable un cambio radical, aún a costa de la desaparición de muchos miles de empresas que no existían más que por la protección del mercado interno mediante derechos de importación ridículamente altos. Como, a mi entender, el progreso nacional era más importante que cualquier interés sectorial, no dudé: cerré los ojos y me puse a la tarea que se esperaba de mí, que no era otra que la de “venderle” el plan económico que proponía “el ladrillo” a quienes se aprestaban ya a tomar las riendas del estado tras poner fin al desastroso gobierno de Salvador Allende.
Como al destino le encantan las paradojas, el nuevo gobierno me eligió a mí mismo para superar la feroz bancarrota en que se encontraba el país y para iniciar la revolución económica que proponía “el ladrillo”. Como no podía dejar la presidencia de la SOFOFA porque se prohibieron las renovaciones de las directivas gremiales, asumí la agobiante tarea con el anodino título de “asesor económico” y durante medio año trabajé sin pausa ni descanso en una tarea en que todos los días veía desaparecer empresas por efecto de la drástica rebaja de los aranceles aduaneros. El único consuelo era ver los primeros brotes de un nuevo y pujante país productivo que, concentrándose en sus reales ventajas comparativas, se preparaba a inundar al mundo con las exportaciones mineras, agropecuarias, marítimas y madereras. Asistí a la aurora de un periodo en que el país se colocaría en los umbrales del pleno desarrollo económico, reduciendo en dos tercios la población en estado técnico de pobreza y asombrando a todos con el “milagro chileno”, menos a buena parte de los propios chilenos.
Fue en esa etapa en que me convencí de que existe una incompatibilidad básica entre la carrera de empresario y la de político gobernante.
Pero, en lo personal, fue un período amargo y frustrante. Mi posición me permitía ver el lado oscuro del nuevo régimen y no pude evitar que se acumularan rechazos que no podía aceptar mi conciencia. Fue en esa etapa en que me convencí de que existe una incompatibilidad básica entre la carrera de empresario y la de político gobernante. El empresario, quiera que no, trasporta al estado una inacabable serie de conflictos de interés y de cultura administrativa que contribuye en gran medida a esterilizar su labor y, además, se siente permanentemente incómodo ante el burocratizado proceso de toma de decisiones y del agobiante asambleísmo que caracteriza al gobierno del estado, tan contrarios a los métodos que le hicieron triunfar en la actividad productiva privada. Cuando comprende las razones profundas que obligan al estado a ser un pésimo empresario cuando lo intenta, comprende también las razones igualmente profundas que condenan al empresario exitoso a ser un pésimo estadista. Comprende, también, que la administración pública rechaza como cuerpo extraño al empresario devenido en autoridad pública, lo mira siempre con recelo y desconfía de cada una de sus iniciativas y decisiones.
Debo confesar que cuando llegué a esa conclusión de incompatibilidad, admití la probabilidad de que fuera fruto de una experiencia personal que no podía generalizarse. Pero un examen histórico me confirmó que no era así. Siendo que entre los empresarios es fácil encontrar individuos sobresalientes por su inteligencia, buen juicio, capacidad de trabajo y de liderazgo, en los anales casi no existen grandes gobernantes provenientes de esas filas y, en cambio, no son raros los casos de malas experiencias de grandes empresarios devenidos en mandatarios. Un caso notable y cercano en el tiempo y la distancia es el del brasileño Fernando Collor de Mello, que no pudo completar su periodo presidencial debido a la incompatibilidad que detecto.
Ahora bien, es evidente que este factor de incompatibilidad depende mucho del tamaño y la estructura política y económica del país de que se trate. En un país tan grande y tan capitalista como Estados Unidos, el umbral entre estado y la empresa es mucho más tenue y permeable que, por ejemplo, en un país como el nuestro. Otro gran factor relativizador es la certeza jurídica. En Estados Unidos esa certeza es tan independiente y estable, que las empresas, aun las más grandes, no dependen mayormente de la acción discriminatoria del estado, como ocurre generalmente en países como los de nuestra región. Sin embargo, ni aún en la historia de nuestro gran vecino del norte abundan los estadistas que hayan sido antes grandes empresarios, lo que sin duda aporta una prueba a mi tesis.
Por otra parte, el efecto perturbador de los conflictos de interés, reales o posibles, es especialmente agudo en tiempos de crisis, cuando la acción del estado se vuelve imprescindible y los casos de interacción con las grandes empresas se multiplican. De ese efecto perturbador pueden depender vacilaciones y demoras de graves consecuencias.
En suma, me afirmo en la tesis de que el empresario–estadista no es nunca una buena idea. Quiera Dios que esto sea solo una opinión personal y no una profecía.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-incompatibles/
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