Por Julio E. Chiappini


El Presidente de Chile escuchó. Incluso pidió perdón. Y se puso manos a la obra: retrotrajo el aumento del transporte determinado por una comisión técnica; propuso aumentar impuestos; mejoró ligeramente la pensión solidaria.

Nada de eso, como era de esperar, detuvo las manifestaciones ni mucho menos la delincuencia organizada y oportunista. Ello no sorprende, pues el enfoque del Presidente está mal emplazado: el problema no es económico. Chile ha crecido hasta ubicarse a la cabeza de América Latina. El ingreso de todos los chilenos, en todas las clases sociales, es muy superior al de hace unos años y al de sus vecinos. La pobreza está en mínimos históricos.

Pero no todo funciona tan bien. Desde 2005 a 2017, estadísticas oficiales en mano, la delincuencia patrimonial violenta creció alrededor del 35%. El Estado ha descuidado, cifras mediante, la seguridad pública. Si no se remedia, si no se convocan penalistas y criminólogos de primer nivel, si no se actualiza el vetusto Código Penal de 1874, si no se designan jueces y funcionarios penales responsables, vendrá una masacre por goteo de la delincuencia y el narcotráfico contra la sociedad civil.

Este octubre de 2019 fue una explosión de ello: saqueos, robos, incendios, atentados a la autoridad, estragos, incluso exhibiciones impúdicas en la vía pública. ¿Qué reclamación económica racional puede desprenderse de dicho caos y destrucción? Ninguna. Simplemente un turba de desenfreno y anarquía, ante un Estado incapaz, desbordado y atado de manos para responder apropiadamente. La efectiva garantía de los derechos (vida, propiedad, seguridad) es, a su vez, un derecho humano que el Estado debe garantizar con la fuerza si es necesario.

Se debe, por lo tanto, variar la respuesta al problema. Restaurar la seguridad pública, las facultades y el respeto a las fuerzas del orden, modernizar el sistema penal. Allí reside la urgencia, no en lo demás en que Chile ha sido exitoso.