Carlos Peña


 "¿Qué hay detrás de ese extraño rito colectivo consistente en ocupar una y otra vez la Plaza Italia, pintarrajear sus monumentos, intentar derribarlos, hacer, en suma, de ese lugar un espacio desolado? ¿Por qué esa plaza?


 Uno de los aspectos más significativos de los acontecimientos de octubre acontecimientos que, como se sabe, no han terminado en octubre lo constituye la ocupación recurrente de la Plaza Baquedano.

¿A qué se debe, cabría preguntarse, la obsesión con ese sitio, el anhelo por pintarrajear la estatua de Baquedano, de ocupar una y otra vez ese espacio, de cambiar su significado, de llenarlo de otras figuras, algunas totémicas, incluso al riesgo terrible de, como acaba de ocurrir a un estudiante, padecer un daño injustificado? ¿Por qué precisamente ese sitio y no otro?

Responder esa pregunta puede ayudar a identificar algunos rasgos culturales del presente.

Desde luego, la Plaza Baquedano, bajo el nombre de Plaza Italia, tiene un contenido simbólico mudo, pero elocuente: en el imaginario social, en esas concepciones colectivas que inspiran prácticas sociales, en ese puñado de prejuicios y de imágenes que circulan en la cultura, ella cumplió tradicionalmente el papel de una frontera social. De “Plaza Italia para arriba y de Plaza Italia para abajo”, ha sido tradicionalmente la forma en que se ha descrito a una ciudad geográficamente estratificada, donde las clases sociales se saben, y la trayectoria vital se adivina, por el mero hecho del domicilio. Ocupar ese espacio tiene, pues, tanto el sentido de derribar esa frontera como la constatación de que ella sigue allí, incólume (aunque ahora se ha trasladado más arriba). Por supuesto, es probable que muchos de los miles de personas que suelen reunirse en la Plaza Italia desconozcan ese significado, y sería excesivo atribuirles ese propósito consciente; pero quizá ahí radique la explicación para la extraña pasividad y a veces simpatía con que la mayoría más vieja mira ese fenómeno: sin darse cuenta, reconocen inconscientemente en él un acontecimiento significativo, les hace sentido y no aparece como un mero acto de vandalismo recurrente.

Se suma a lo anterior un fenómeno de otra índole, pero que se unifica en esta extraña obsesión con la plaza.

Se trata de la desvalorización del pasado.

Los sitios conmemorativos, es decir, los sitios que intentan materializar la memoria, como un monumento, son de alguna forma un reconocimiento de las sociedades al valor del pasado, a la tradición. Como se sabe, la palabra tradición significa originalmente traspaso, entrega de algo de uno a otro. El valor de la tradición no deriva, sin embargo, del hecho del traspaso, sino de aquello que cada generación entrega a otra. Es aquello de lo que se hace entrega -y no la entrega misma- la fuente del valor. Cuando se dice entonces que hay que respetar las tradiciones, se dice que en lo que cada generación se esmera por entregar a otra hay algo valioso que, porque se juzga como valioso, es digno de ser preservado. Los monumentos -figuras militares, civiles, intelectuales- intentan representar figurativamente ese valor. Todas las culturas lo hacen en el esfuerzo de ganarle la partida al tiempo para que aquello que alguna vez estimaron valioso no se pierda en la arena de los años.

A la luz de lo anterior, no es muy difícil encontrar una explicación adicional para ese recurrente desafío a los monumentos de la Plaza Baquedano.

Lo que ocurre es que, como consecuencia de la modernización rápida (lo rápido indica la sorprendente propensión hacia delante que la anima), se produce una devaluación del pasado. Hoy el pasado es lo que queda definitivamente atrás, y solo se vuelve a él brevemente bajo la forma de la moda vintage, o como nostalgia; pero ya no como una fuente de valor, no como algo que transmite un valor digno de preservar.

No es, pues, que quienes se reúnen en Plaza Baquedano desprecien al general de ese nombre; solo desvalorizan simplemente el pasado como tal. Es su vivencia del tiempo, como un eterno presente anhelante, la que explica este fenómeno de monumentos caídos y de plazas al que, de nuevo, las mayorías más viejas asisten sin gran indignación, como espectadores apenas sorprendidos. El problema es que -como saben los psicoanalistas- quienes individual o colectivamente desvalorizan el pasado, y carecen de recuerdos entrañables o valiosos, se desproveen de recursos para los malos días y tarde o temprano experimentan una angustiosa desorientación.

Y es que incluso las sociedades lanzadas al mañana, como las que se modernizan, incluso las sociedades que quieren sacudir de sí lo que aparece como injusticia, requieren del pasado para comprender la realidad que hoy rechazan, hundir los talones en él y tomar impulso.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/01/05/75272/La-Plaza-Italia.aspx

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